La Mazmorra del Snarry
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La Mazmorra del Snarry... El escondite favorito de la pareja más excitante de Hogwarts

 

 El Diario. Capítulo 7. El Club

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Rowena Prince
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MensajeTema: El Diario. Capítulo 7. El Club   El Diario. Capítulo 7. El Club I_icon_minitimeJue Feb 03, 2011 2:23 pm

Capítulo 7. El Club.

Harry seguía escribiendo compulsivamente en el Diario. Volcar en él todo lo que le ocurría, todo lo que le inquietaba, era su mayor desahogo: sus desvelos en el Ministerio, su escapada al Callejón Diagon, las citas con sus amigos, sus subidas y bajadas de tensión según el humor de Snape. A veces, se detenía en pasar los dedos por lo escrito, para contemplar las letras g, escritas igual que las de su madre. Pero, en esta singular aventura emocional, estaba solo. En su fuero interno, sabía que podía confiar plenamente, como siempre, en Ron y Hermione; pero una vocecita en una esquina de su conciencia lo hacía sentirse avergonzado, confuso y, sobre todo, diferente.

Ya habían pasado casi tres meses desde que rescatara a Snape de las ruinas inmundas de la Casa de los Gritos. El veneno no había desparecido del todo y lo mantenía extraordinariamente cansado. Aún pasaba muchas horas durmiendo, como reponiéndose de un esfuerzo agotador y, ahora que ya deambulaba a sus anchas por la casa, bastón en mano, permanecía la mayor parte del día encerrado en la biblioteca.

Harry apenas lo veía. Parecía que el hombre lo evitaba. El torrente de órdenes, insultos y malicias había cesado bruscamente. Sin embargo, cuando coincidían en la cocina a la hora de las comidas, sentía aquella mirada insondable sobre él, haciendo que su piel se tensara bajo la ropa: cada vez que agachaba la cabeza para mirar su plato, o cuando le volvía la espalda para ayudar a Kreacher con el postre o cuando examinaba la despensa para ver qué había que comprar.

Harry esperaba que toda aquella calma se convirtiera en tempestad en cualquier momento y se levantaba temprano, cuando Kreacher aún se rebullía en su armario de la cocina, para interceptar la lechuza que traía El Profeta y adelantarse a las noticias. Pronto se sabría que al difunto Snape le habían dado la Orden de Merlín, Primera Clase y, eso era lo preocupante, el escándalo que había causado en muchos miembros del Ministerio su apasionada defensa del antiguo profesor.

A pesar de los silencios y de las miradas insidiosas, Harry atesoraba los momentos en que estaba cerca del hombre. Empezaba a ver que, antes o después, Snape estaría completamente restablecido y se marcharía de allí. Una tarde, especialmente desapacible y lluviosa que inundó la casa con una luz gris y mortecina, dejó a Kreacher encendiendo la chimenea del salón y subió el té a la biblioteca.

Cuando entró, el hombre se sobresaltó, como si lo hubiera descubierto in fraganti en alguna actividad tenebrosa, y se apresuró a esconder lo que estaba leyendo. Inmediatamente, a Harry se le pasó por la cabeza la idea de los horcruxes. No sería extraño que en la anciana casa de los Black hubiera algún libro sobre ellos. Salvo por unas velas encantadas, que enfocaban un potente chorro de luz sobre el sobrio sillón en el que estaba Snape, la biblioteca estaba prácticamente a oscuras.

Tanteando, intentó llevar la bandeja, pero antes de que hubiera llegado al centro de la sala, Snape se había levantado y el chorro de luz se difundió por toda la estancia. Mientras el hombre apuntaba con la varita a un armario desvencijado, colocó el servicio y los dulces en la mesa. Antes de que saliera por la puerta, oyó:

- “Espera, Potter. Me gustaría que jugáramos una partida de ajedrez”.

Se volvió y vio cómo Snape hacía levitar un tablero, con todas sus figuras volando detrás, hasta que todas las piezas se colocaron mágicamente sobre la mesa. El hombre hizo aparecer un sillón idéntico cerca del suyo y las velas se encogieron y envolvieron los asientos en un tenue resplandor. Harry, que había estado contemplando la escena sin moverse del sitio, se ganó un gesto de exasperación con la ceja levantada.

Siguiendo la estela del fru-frú de la capa del que fuera su profesor, acertó a sentarse, sin saber a qué atenerse.

-¿”Blancas o negras, Potter?”.
- “Blancas”. – Respondió. En los labios de Snape se dibujó una media sonrisa.

Empezaron a jugar y, al poco rato, quizás porque ya estaba perdiendo, Harry llenó la taza y, después de añadirle cuidadosamente un poco de leche y un terrón de azúcar, se la ofreció a Snape, quien, al tomarla, le rozó los dedos con la mano y los retuvo durante unos instantes. Harry se estremeció, electrocutado por aquel contacto, y notó cómo le subía el rubor a las mejillas. Cuando levantó la vista, el hombre lo traspasaba con la mirada, en sus ojos brillaba una chispa de calor que nunca había estado allí.

El caballo blanco del tablero se puso a relinchar y la reina, en jarras, bufaba hecha una furia.

-“Deberías mover, Potter. Es… tu turno”- susurró Snape cerca de su oído y su voz, que había vuelto a ser grave y aterciopelada, hizo vibrar cada partícula de su cuerpo.

A pesar de su empeño en no darle a Snape la satisfacción de ganarle tan fácilmente, no consiguió avanzar en la partida. La proximidad del hombre había agudizado todos sus sentidos y, cada vez que Snape se inclinaba sobre el tablero, podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo. Llegó a percibir su olor, que recordaba al de las maderas nobles con una nota sutil a vainilla.

Harry tuvo que ahogar un gemido cuando una de las rodillas de Snape, que se había estirado en su asiento, se quedó pegada a la parte interna de uno de sus muslos. Una ola de calor irrefrenable incrementó el ardor de sus mejillas, pero lo que le hizo derretirse, como si fuese de cera, fue ver cómo el hombre se pasaba los dedos por los labios, en un gesto de concentración. Cuando captó en aquellos ojos negros un fulgor claro y afilado como un diamante, Harry tembló como un pajarillo que estuviera a punto de ser atacado por un halcón. Antes de que su cuerpo lo traicionara aún más, se dio por vencido.

- “¿Te rindes tan pronto, Potter?- exclamó Snape con evidente agrado.

- “Es que… he dormido poco esta noche. No puedo concentrarme en el juego”.

- “Ya me he dado cuenta de que… no estabas concentrado” – dijo, pronunciando las palabras lentamente, como deleitándose en ellas.

Harry se escabulló por la puerta y buscó refugio en su habitación. Esos fervientes deseos suyos eran de lo más humillante:

“Querido Profesor,

Usted no se da cuenta de lo que me está haciendo ¿verdad?. Me está volviendo loco. Me siento morir de deseo cuando está cerca y por las noches me consumo en la cama imaginando que lo hago con usted. Sueño que me hace sentir tanto placer cómo el que se veía en la cara de aquel chico rubio mientras el otro lo follaba. Haría cualquier cosa porque me deseara. Le suplicaría. Me arrastraría a sus pies. Sería su esclavo. Ya no puedo seguir negándolo, me he enamorado de usted.


Pero no se preocupe, no voy a molestarlo. Sé muy bien que no tengo nada que hacer. Es absolutamente imposible que usted pueda sentirse atraído por mí. Y no sólo porque yo también sea un hombre. Es que si existiera la más remota posibilidad de que usted sintiera deseo por alguien de su mismo sexo, yo sería el último sobre la tierra al que quisiera tocar. Lo sé. Ya ve, usted siempre me reprochaba que rompiera las reglas. Bien caro lo pago ahora. En esto, tampoco soy como los demás. No sé qué sería de mí si siguiera insultándome y despreciándome como antes, porque le quiero, lo amo, lo adoro…

En los días siguientes, mientras Snape rumiaba las penurias de su convalecencia en la biblioteca, Harry tomó una drástica decisión.

No le fue difícil encontrar referencias del Londres muggle, así que el sábado, a las nueve de la noche, estaba en la puerta del Elton´s Club. Cuando entró en el local, tuvo la impresión de que estaba en otro planeta. Un planeta en el que sólo había hombres, decenas de ellos, de todas las edades, de todos los colores y de aspectos de lo más variopinto. Se sintió cohibido ante lo que parecía una amenazante uniformidad masculina, como si se hubiera extinguido la otra mitad de la humanidad, pero se relajó en cuanto tomó conciencia de que allí nadie lo identificaría. Aún así, se aseguró de que el flequillo le tapara bien la cicatriz.

El Club estaba lleno. Se abrió paso lentamente entre la multitud hasta llegar a la barra, donde tuvo la suerte de encontrar un hueco. Desde allí, tenía una espléndida vista de todo lo que pasaba a su alrededor. La pista hervía de gente al ritmo de una música machacona y atronadora. Cómo no tenía ni idea de qué beber, pidió un whisky, lo primero que se le pasó por la cabeza. Al primer trago, una lengua de fuego le atravesó el esófago hasta convertirse en lava en el fondo de su estómago.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra de la sala, distinguió un pequeño grupo de hombres vestidos como ejecutivos, que conversaban animadamente en un rincón. Junto a ellos, dos hombres maduros, que llevaban una extraña indumentaria de cuero, cadenas y látex, se metían mano descaradamente. Varios chicos, de aspecto aniñado, con el pelo de colores y la cara surcada de piercings, agitaban a saltos el centro de la pista. Un hombre mayor, medio calvo, con barriga y una espantosa chaqueta de cuadros, intentaba ligar con uno de ellos.

Harry se quedó estupefacto al ver a un joven esbelto y de facciones angulosas, que llevaba zapatos de plataforma y una enorme peluca. En otro rincón, dos mulatos impresionantes, vestidos con camisetas y pantalones muy ceñidos, se devoraban mutuamente y frotaban uno contra otro sus cuerpos musculosos, como si lucharan por quedarse pegados hasta no dejar libre ni un centímetro de piel.

Lo sobresaltó una voz aflautada que estaba muy cerca de él:

- “Mira, Michael, carne fresca”.

Se dio media vuelta y se encontró con dos tipos raros que lo observaban atentamente. El más alto y fuerte, que aparentaba unos treinta años, tenía el pelo rizado y un poblado bigote rubio. El otro era moreno, de piel tostada, jovencísimo y más bajo que Harry. Llevaba un enorme pendiente en la oreja izquierda y los ojos pintados.

- “¿Es la primera vez que vienes?”- le preguntó el más joven.

- “Sí”.

- “¿Cómo te llamas?”.

- “Ehh….Ron, Ronald” – mintió Harry.

- “Nosotros somos Michael” – El moreno señaló a su compañero –“... y Bob”- añadió, inclinando ligeramente la cabeza.

- “Encantado”.

- “¿Y dónde ha estado un bombón como tú antes de llegar aquí?” – preguntó el alto y Harry sintió una punzada de alarma, al ver cómo el hombre se pasaba la lengua por los labios.

- “Eh.. bueno, en otros sitios”.

- “¿Y no sería en el colegio?, ja ja ja, ja”- soltó Bob. Harry, que no podía creer lo ridículo de la situación, entró al trapo:

- “¡Yo soy mayor de edad! ¿Y tú?”- le contestó irritado al joven moreno.

- “Oh, tranquilo – medió Michael – aquí nadie va a preguntar los años que tienes”.¿”Y qué?, ¿Has venido a divertirte o sólo a mirar?”.

- “Pues…”- pero antes de que Harry encontrara la respuesta más adecuada, el joven Bob, con un movimiento afectado de sus pestañas postizas, como para dar más énfasis, exclamó:
- “¡Aquí no nos gustan los mirones, Ronald!”.

No le gustó nada el tono de esa frase, pero Michael, que no le quitaba a Harry la vista de encima, le dio una palmadita en el hombro a su amigo y, acercándose a Harry, comentó:

- “Vamos, Bob. Este chico entiende, no hay más que verlo”.

Pero Bob no parecía fiarse. Harry estaba muy incómodo. Aquello era peor que lidiar con dos colacuernos húngaros.

- “¿Qué quieres decir con eso de que entiendo?”, preguntó Harry sintiéndose como un idiota al que le están tomando el pelo.

- “¿Lo ves?” - Le dijo Bob a su amigo y Harry se quedó boquiabierto al ver que también llevaba las uñas pintadas – “¡Éste no sabe dónde está!. Me parece que te vas a quedar con las ganas”. – Y soltó una risita burlona. Michael no se dio por enterado y siguió desnudando a Harry con la mirada:

- “Cielo…Lo único que ocurre es que eres demasiado bonito para un sitio tan sórdido como éste. Vente conmigo a bailar y hablamos”.

Sintiéndose halagado por la declaración y sin saber muy bien qué hacer, Harry se dejó llevar a la pista, entre curioso y escamado por el cariz que estaba tomando la situación. Michael aprovechó para cogerlo de la mano y atraerlo hacia él. A Harry se le aceleró el pulso peligrosamente.

- “Entender – le dijo como si fuera un niño pequeño – quiere decir que eres homosexual – Y tú tienes cara de entender… muchísimo” - y con una malicia malsana como si fuera un duende de Gringotts sobando una valiosa joya - añadió: “¿Verdad?”.

Antes de que pudiera reaccionar, el hombre se abalanzó sobre él, lo agarró con fuerza de las nalgas e intentó besarlo en el cuello. Harry, ofuscado por una súbita sensación de repugnancia, se apartó de golpe, empujando al hombre hacia atrás con todas sus fuerzas. Michael cayó de espaldas y quedó tendido con sus robustos miembros desparramados por el suelo.

Fue como si la pista de baile oscilara. Michael se incorporó y echó a Harry una mirada asesina. El tupido bigote rubio le temblaba y Harry tuvo una visión fugaz de tío Vernon en uno de sus ataques de ira. Todos los que habían estado bailando se habían quedado paralizados, como si el tiempo se hubiese detenido. Notó que alguien le pasaba por detrás de la espalda y, antes de que le diera tiempo a darse la vuelta, oyó a Bob gritar:

- “¡Te lo dije! ¡No es más que un mirón!”.

Entonces, como a cámara lenta, todas las miradas se volvieron hacia él y los que estaban en la pista empezaron a rodearlo. Por el rabillo del ojo, llegó a distinguir el puño cerrado de Michael, al tiempo que se lo estampaba con una fuerza brutal en la nariz, que crujió como deshaciéndose entre los nudillos. La violencia del golpe hizo que se le clavaran los cristales de las gafas en las mejillas y los ojos se le llenaron de lágrimas. Unos murmullos amenazadores le zumbaron en los oídos.

Conteniendo a duras penas la hemorragia nasal, con un dolor insoportable y tratando de ver con la gafas mojadas, se dirigió hacia la salida. La masa de formas altas y bajas, de sombras y colores, se abrió a su paso, al tiempo que lo insultaban: “vete a otra parte, mirón”, “vete con tu mamá, niñato”, “si no sabes lo que quieres, no vengas”…

El aire de la calle aplacó el escozor que sentía en la cara. Cerró los ojos concentrándose en aparecer en Grimmauld Place. Nunca se había alegrado tanto de ser mago.


Ya en la casa, subió de puntillas por las escaleras, con el corazón latiéndole aún en las sienes. Al llegar al primer rellano, se quedó helado al ver una línea de luz blanca que parecía brotar de la puerta de su habitación en el tercer piso.

Intranquilo, sacó la varita del bolsillo del pantalón y avanzó lentamente por los peldaños. Cuando estaba ya a la altura del foco, la potente luz se movió como un rayo contra él y lo cegó, quemándole sus ya irritados ojos:

- “¿DE DÓNDE VIENES A ESTAS HORAS?”- bramó Snape.

Harry se quedó inmóvil, parpadeando como un conejo asustado al que un coche hubiera deslumbrado en medio de la carretera. No se explicaba qué hacía Snape levantado, como si aquello fuera Hogwarts y estuviera haciendo la ronda nocturna. Se sobrepuso como pudo a la impresión:

- “He salido a dar una vuelta. ¿Quiere apartar la varita, por favor? Me está dejando ciego. ¿Por qué no está en la cama?”.

- “¿ A DAR UNA VUELTA?. ¿A ESTAS HORAS DE LA MADRUGADA?”.

La luz cegadora seguía apuntándolo y Harry notó que los ojos se le volvían a inundar de lágrimas. El martilleo en sus sienes era ahora mucho más fuerte, como si un tambor resonara en su cabeza.

- “Yo…¿a qué viene esto, Snape?, me paso la mitad del tiempo fuera de esta casa. No es asunto suyo si yo…”.

- ¿QUE NO ES ASUNTO MÍO? ¡Te vas, de noche, y sin decir nada!. Kreacher no tenía ni la más remota idea de a dónde habías ido. ¡Eres un insensato, Potter! ¿Es que no sabes que aún hay mortífagos libres que darían lo que fuera por tu cabeza?.

Harry se sintió pillado en falta, como si hubiera entrado en la casa con el coche volador del padre de Ron. Snape había bajado la varita. Sus ojos echaban chispas. Lo miraba de modo amenazante, con la cara contraída de rabia, enseñando los dientes, como un enorme murciélago a punto de saltar sobre su presa. Harry empezó a temblar de arriba abajo. Snape se fijó en su nariz rota:

- ¿Qué te ha pasado? ¡Hueles a alcohol!¿DÓNDE TE HAS METIDO?.- chilló.

Harry se echó hacia atrás, acercándose a la puerta de su dormitorio. La sola idea de que el hombre pudiera leerle la mente hizo que se le pusieran los pelos de punta. Poniéndose la mano en la nariz, le dijo:

- “Voy.. voy a curarme esto. Me voy a la cama. Es tarde”.

Entró en la habitación como alma que lleva el diablo y se apoyó en la puerta tratando de recuperar la respiración. Esa noche iba a tener mucho que escribir en el diario.


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