Capítulo 6. Sortilegios Weasley En las semanas siguientes, diversos acontecimientos se sucedieron a la vez. Snape empezó a dar paseos fuera de la cama. Seguía pálido, insoportable, débil pero irascible. Pasaba ya casi todo el día consciente y utilizaba sus todavía escasas energías en abrumar a Harry y a Kreacher con órdenes frecuentes y a voz en grito:¡¡Potter, quiero ir a la biblioteca, sube aquí inmediatamente! - ¡Kreacher, tráeme la poción! ¡No quiero esta bazofia, prepárame algo caliente! ¡Potter, deja de hacer ruido de una vez! ¡Quiero descansar!”.
Harry ya no sabía qué hacer para complacerlo. Había llegado a tal punto que se pasaba horas metido en la habitación para no molestar al hombre con su sola presencia. Kreacher parecía tener la piel con más colgajos que nunca pero eran asombrosos el mimo y la dedicación con que lo soportaba todo. Harry había tenido la feliz idea de decirle al elfo que obedeciera a Snape como si fuera su amo y se lo había tomado al pie de la letra.
Las visitas al Ministerio fueron mucho mejor de lo esperado. Lo metían en una sala más pequeña que aquella en la había hecho la primera declaración. Tenía las paredes y el suelo de piedra oscura y Harry se helaba de frío. En cambio, agradecía que el aforo fuera mucho menor y tenía la impresión de que sólo estaban en ella los más altos cargos del Ministerio, con Kingsley y otros magos y brujas de la antigua Orden del Fénix a la cabeza. Notó que todos confiaban en él y, tras una primera sesión especialmente tensa, en la que se quedaron con una copia mágica de las memorias, todo resultó fácil.
Para gran sorpresa de Harry, aparecieron otras pruebas favorables, como el interrogatorio que McGonagall había hecho al retrato de Dumbledore. Y con todos los testimonios, el juicio fue un éxito total: Snape recibiría la Orden de Merlín por los servicios prestados.
Cuando regresó, exultante, a Grimmauld Place, Snape estaba en la cocina, como si no pasara nada, tomándose con toda la calma del mundo una taza de té. Kreacher se desvivía por ofrecerle un pastel de melaza recién hecho. El Profeta estaba encima de la mesa, con fotos de algunas de las sesiones del juicio. Harry sintió que se le helaba la sangre en las venas.
-“ ¿Cómo ha bajado por las escaleras?” – le preguntó.
- “Tratándose de ti no me extraña esa pregunta, Potter”- contestó Snape, y mostrándole la varita y un bastón con cabeza de serpiente en la empuñadura, añadió – “Soy mago, ¿lo recuerdas?”. Tomó otro sorbo y siguió hojeando el periódico.
Harry pensó en echar a correr a su habitación, pero tenía que averiguar hasta dónde llegaban las noticias, así que aceptó el té y el pastel que le ofreció Kreacher. Durante un rato, en el que sólo se oyó el crujido del papel al pasar página, tuvo que esforzarse en sujetar bien la taza para no delatar sus nervios. De pronto, Snape le lanzó una mirada que hizo que se le erizaran los pelos de la nuca:
- “Quiero que me devuelvas mis memorias, Potter”. Dijo, arrastrando las sílabas como una serpiente de cascabel.
- “De eso he intentado hablar con usted hace unos días, si me hubiera escuchado sabría dónde están”- respondió indignado y, antes de pararse a pensar, continuó – “Hay.. algo que quería preguntarle, yo …”- Pero el hombre lo interrumpió con impaciencia:
- “No voy a hablar de tu madre, Potter. Ya te conté lo necesario. El resto es privado, aunque tú no hayas tenido ningún pudor en convertir en públicos mis asuntos”. Dijo secamente.
Harry abrió la boca para replicar pero se había quedado tan chafado que volvió a cerrarla, sin saber qué decir, esperando a que Snape estallara en cualquier momento. Entonces, el hombre lo pilló por sorpresa:
- “Yo tengo curiosidad por saber qué tal te fue con Petunia” – dijo, mirándolo con intensidad, con un extraño brillo en los ojos.
A Harry le pareció que se le abría una antigua herida y sin ser consciente del por qué, soltó a borbotones:
- “Mis tíos me odiaban. Odiaban la magia, sobre todo tío Vernon. No había día que no me restregaran con rencor que habían tenido que hacerse cargo de mí. Y mi tía me lo hacía pagar haciéndome trabajar en la casa más que un elfo doméstico. Durante muchos años, me tocó dormir en la alacena del pasillo, debajo de la escalera, hasta que crecí tanto que me tuvieron que meter en uno de los dormitorios. Cuando se enfadaban conmigo, me encerraban y me dejaban sin comer. Mi tío tenía muy mal genio…”.- se dio cuenta de que estaba jadeando, los recuerdos lo habían asaltado con violencia.
Snape, con los brazos apoyados en la mesa, se inclinó hacia adelante, como si quisiera escuchar mejor:
- “¿Te pegaba?”- dijo el hombre y a Harry lo sorprendió el tono de interés.
- “A veces…”
El hombre lo miró con una expresión indescifrable. Parecía un entomólogo analizando detenidamente a un insecto que tuviera atravesado con una aguja. Harry trató de calmarse y atacó su pedazo de pastel para regocijo de Kreacher que no les quitaba ojo. Se atragantó cuando Snape, que había vuelto su atención al periódico, murmuró:
- “Sigo sin entender por qué no estás por ahí, paseando tu fama y tus méritos, de fiesta en fiesta”.
A Harry no le pasó desapercibida la palabra méritos que, por un instante, brilló en su mente como una estrella en la oscuridad, pero la enésima referencia a su fama hizo que la sangre le ardiera en las venas y explotó:
- “¡Puede que ahora tenga motivos para ser famoso, Snape, pero nunca me interesó la fama! ¿Cree que me gustaba cuando iba al colegio? ¿Cree que a alguien le puede gustar ser famoso porque un loco ha matado a su familia y no ha conseguido matarlo a él?¿O porque ese loco sigue intentándolo?. Usted no tiene ni idea de la cantidad de veces que me hubiera cambiado por cualquiera, ¿Sabe?. ¿Y ahora?. No puedo dar un paso sin que la gente me acose constantemente. No sabe la suerte que tiene de …”- Harry se dio cuenta de que había traspasado una peligrosa línea.
Snape lo miraba de hito en hito, de una manera parecida a aquella con la que Dumbledore lo veía como por rayos X. Harry se había levantado de la silla, la barbilla le temblaba y tenía los puños apretados. Volvió a sentarse, tratando de recuperar el aliento y preparándose para lo peor.
Pero su antiguo profesor se limitó a dar un sorbo a su taza de té, como si aquello no fuera con él, y se concentró en la foto de Hestia Jones, que exponía de carrerilla la relación de mortífagos que ya estaban en Azkabán.
No se dijeron una sola palabra más, pero cuando Harry salió de allí notó cómo los ojos de Snape se le clavaban en la nuca. Subió a su habitación preguntándose cómo era posible que el hombre no hubiera aprovechado aquella magnífica oportunidad para atacarlo y desconcertado por ese repentino interés en su tía.
Al día siguiente, quedó con Ron y Hermione. Ahora agradecía las pocas ocasiones en que estaba con ellos. Pero tampoco se lo ponían fácil. A la mínima ocasión, deslizaban preguntas incómodas sobre Ginny, sobre sus citas en el Ministerio y, de vez en cuando, sobre su negativa recalcitrante a acudir a las dichosas fiestas o sus evasivas respuestas en lo que se refería a La madriguera y, en general, a todo aquello que fuera abandonar Grimmauld Place.
Lo que peor llevaba eran las miradas de Hermione, a la que sorprendía observándolo como bajo una lupa. Pero le compensaban con su cariño y lo reconfortaba enterarse de que todos estaban bien, de que poco a poco recuperaban su vida normal y de que Ted hacía grandes progresos con su abuela. Incluso, cuando tenía la enorme suerte de encontrar la heladería de Florean Fortescue casi vacía y se podía tomar un helado sin miedo a que los admiradores lo asaltaran, no le molestaba tanto que se pasaran la tarde cogidos de la mano y mirándose a los ojos con aquella cara bobalicona de tortolitos. En el Callejón Diagon tuvo una idea que no tardó en poner en práctica.
Cuando fue allí, tuvo la precaución de llevarse la capa de invisibilidad y no quitársela hasta que estuvo ya dentro de Sortilegios Weasley. Respiró aliviado al ver que no había demasiada gente. Verity estaba muy ocupada en reponer las estanterías de encantamientos de “soñar despierto” y de pociones de amor. Estaba claro que todo el mundo se había vuelto loco.
Antes de que alguien se percatara de su presencia, abordó a George, que lo saludó con una sonrisa de oreja a oreja. Harry sintió que sus miembros entraban en calor y se animó a abordar el asunto. Unos minutos después, estaba en un rincón de la trastienda, rodeado de revistas pornográficas mágicas de todo tipo.
Echó un vistazo rápido a la que mostraba en la portada a una atractiva pareja heterosexual y se detuvo a contemplar muerto de curiosidad la foto en movimiento de una pareja de chicas. Pero se quedó de una pieza cuando comprobó que George no le había dado una, sino tres revistas llenas de hombres semidesnudos en poses cariñosas.
Miró deslumbrado las tres portadas, sin saber por cuál empezar. Se decidió por la que mostraba a un hombre de mediana edad, moreno, con el pelo muy corto y algunas canas en las sienes, que pasaba su brazo por los hombros de otro más joven y rubio, de aspecto delicado y con una sonrisa perfecta y radiante. Abrió la revista con avidez, con un hormigueo nervioso en los dedos. Las imágenes mágicas mostraban en el primer fotograma a los dos hombres besándose apasionadamente, mientras se quitaban la ropa el uno al otro con las manos crispadas por el deseo.
Harry sintió que todo su cuerpo se incendiaba cuando sus ojos hambrientos tropezaron con la escena en la que el joven, de rodillas, en una postura que parecía de adoración, chupaba ansiosamente la polla al mayor. Le pareció sentir las manos del hombre de pelo oscuro, que se mantenía de pie, arrogante, altivo, mientras animaba a su compañero a engullir entero su poderoso miembro viril, sujetándole la cabeza, agarrándolo por el pelo y moviendo su pelvis vigorosamente contra su boca.
Un salvaje latigazo de excitación lo sobrecogió cuando sus dedos sudorosos tocaron la página en la que, con claridad obscena, se veía cómo el hombre mayor penetraba al joven. Harry vio aquella verga entrar y salir enérgicamente y, repentinamente, fue como si la trastienda estuviera en llamas. Tuvo que quitarse la sudadera, asfixiado de calor.
En algún rincón de su mente, había sabido que eso era lo que hacían, pero aquella constatación gráfica, cruda y escabrosa, lo inflamó ardientemente. Toda la sangre de su cuerpo fluyó como un torrente desbocado hacia su entrepierna, obligándolo a desabrocharse el pantalón para no explotar. Acalorado y jadeando, como si acabara de atrapar una snitch, se apoyó en la pared.
Incapaz de absorber más estímulos eróticos, cerró la revista y esperó a que le bajara aquel fuego que sentía en la piel para salir de su escondite. Aún a sabiendas de que era más que probable que no engañara a George, le compró la revista con la acaramelada parejita heterosexual y se largó a toda prisa para desaparecer en cuanto puso los pies en el Callejón Diagón.
Capítulo 5Capítulo 7