La Mazmorra del Snarry
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La Mazmorra del Snarry... El escondite favorito de la pareja más excitante de Hogwarts

 

 The Marked Man. Capítulo 30. Rependo Nam Harry Potter

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alisevv

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MensajeTema: The Marked Man. Capítulo 30. Rependo Nam Harry Potter    The Marked Man. Capítulo 30. Rependo Nam Harry Potter  I_icon_minitimeVie Ene 14, 2011 9:18 pm

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—¡Diddey Dudders, Duddykins! ¡Miren al gordo cerdo!

Despectivos y malévolos rostros rodeaban al tembloroso muchacho. Dudley estaba tirado sobre el piso del parque, sin su pandilla. No había nadie más alrededor, y se preguntaba por qué había sido tan estúpido de ir allí solo. Los chicos que le rodeaban eran de una banda rival de Smeltings, encabezados por Peter Dambridge, quien en ese momento pateó a Dudley en las costillas.

El chico chilló como un cerdo. ¡Dolía! ¡Cristo! Nunca había sentido tal dolor. Había sido atacado con anterioridad, pero siempre había sido él quien repartiera el dolor. Se acurrucó tratando de presentar un blanco más pequeño, pero era imposible.

—¡Tú, jodida bola de manteca! —se burló David Thomas mientras le pateaba el gordo trasero.

Las lágrimas caían de los ojos de Dudley. ¿Dónde estaban sus amigos? No podía hacer nada solo, eran demasiados contra él. Sabía que los cinco aborrecibles miembros de la pandilla de Danbridge no mostrarían misericordia. ¡No era justo! Cinco contra uno, no tendría oportunidad. Uno de ellos le pateó en la cabeza, y Danbridge gritó de inmediato:

—No le toquen la cabeza, se desmayará. No queremos eso, ¿cierto?

Dudley no estaba tan seguro de que le importaría desmayarse si con eso dejaba de sentir dolor. Las patadas venían de todas partes y creía que le habían roto una costilla; había sentido un crujido y un dolor agudo —muy agudo— en su costado. Le estaba empezando a resultar difícil respirar.

A estas alturas, las lágrimas fluían libremente. Dudley nunca había sabido realmente lo que era el dolor, hasta ahora. ¿Cómo habría lidiado el fenómeno de Potter con eso?

—¡Arriba! —gritó Danbridge, sonando tan espeluznante como cuando su madre despertaba a Potter en la mañana; ¿y por qué mierda estaba pensando en el fenómeno en ese momento? El dolor debía estar afectando su cordura.

Cuando Dudley no respondió al instante, sus atacantes le aferraron por el cabello y la camiseta, y tironearon insistentemente. Dudley, que lo único que deseaba era desaparecer bajo la tierra de su tembloroso cuerpo, no tuvo más remedio que seguir en la dirección hacia la que estaba siendo jalado. Consiguió deslizar sus pies bajo su cuerpo y pararse sobre sus tambaleantes piernas.

>>Creo que es tiempo de ver cómo luce realmente este grasoso fenómeno —se mofó Danbridge, su rostro estrecho y rencoroso iluminado con entusiasmo. Comenzó a jalarle la franela.

Dudley vio rojo. ¿Cómo se atrevía ese bastardo a llamarle fenómeno? Él no era un fenómeno como Potter; era un chico bueno y normal, sus padres lo decían. Encontró su voz.

—¡No me llames un jodido fenómeno, asqueroso cabrón!

La respuesta fue una patada en los riñones, administrada por quienquiera que estuviera parado detrás de él. Dudley gritó y trató de acurrucarse de nuevo, pero un matón todavía tenía las manos sobre su pelo y ropa, y fue forzado a permanecer de pie.

—¡Controla tu boca, hinchado montón de pus! —ladró Henry Matheson.

Las cuatro palabras hirieron a Dudley casi tanto como el dolor. Él acostumbraba a ser respetado, admirado por su propia pandilla de seguidores. Nadie se había atrevido —ni se atrevería— a llamarle por esos ofensivos apelativos. Apelativos que sólo eran destinados a fenómenos como Potter. Voceó su protesta pero no fue bueno. Algunas partes de su cerebro admitieron la derrota; no podía luchar contra estos tipos. Intentarlo sólo traería más dolor, más insultos. Se quedó quieto mientras le quitaban la franela.

Danbridge canturreó con placer.

—¡Hombre-tetas! ¡Se está convirtiendo en un enorme hombre-tetas, mírenlo!

Los que estaban parados detrás le rodearon, y Dudley tuvo la breve esperanza de poder correr. Incluso trató de moverse, pero sus piernas parecían haberse vuelto de gelatina y sólo se tambaleó, lo cual les puso de nuevo en acción.

—¡Mira esas tetas grandes y temblorosas, Henry!

Los torturadores rieron y el sonido hizo que Dudley deseara desaparecer. No podía, pero rogaba por tener la capacidad. Ahora estaba llorando abiertamente, pero desesperado, como un niño que ha perdido su juguete favorito.

—Me pregunto si acaso tendrá una polla —se mofó Carl Baker—. Apuesto que no tiene nada bajo esos rollos de manteca de cerdo, y apuesto que no se la ha visto desde que tenía tres años.

Manos se introdujeron por la cinturilla de los shorts de verano de Dudley. Él no pudo soportar esa humillación. Caomenzó a suplicar.

—Déjenme en paz… por favor… no haré nada. Sólo déjenme en paz.

—¿Escucharon eso? Dudley no hará nada —Danbridge miró a sus seguidores como si esperara la respuesta al significado de la vida. Cuando nadie fue voluntario para emitir una opinion, continuo—. Sí, Dudders, lo harás; ¡empezarás a mostrarnos tu inexistente polla!

Las manos volvieron a jalar, y aunque Dudley intentó retener sus shorts y lo que le quedaba de dignidad, falló. Su carne si vió repentinamente desnuda, descubierta. Reinó el silencio.

Los chicos a su alrededor le miraban fijamente. Dudley aguardaba lo inevitable.

—¡Miren eso! ¡Se meó encima! —la orina goteaba por el muslo de Dudley, humedeciendo el borde de sus shorts—. Sorprende que algo tan pequeño siquiera funcione, ¿no, muchachos? Aunque solo debe ser bueno para mear. Es demasiado corto para conseguir pasar la grasa y hacer algo más.

Los chicos rieron en voz alta. Seguramente alguien vendría, alguien le rescataría. Su respiración dolía en medio de su miseria y sentía nauseas. Se inclinó a un lado y vació el generoso contenido de su repleto estómago.

Dudley despertó, incapaz de apreciar el alivio al darse cuenta de que todo había sido una pesadilla, pues su cama, su pijama, incluso su cabello, se encontraban cubiertos de vómito. La comida china producía un vómito excepcionalmente desagradable. Los semi digeridos brotes de soya, pedazos de zanahoria, fideos y frutos secos, se adherían a su carne en una amalgama asquerosa que apestaba. Dudley gritó con fuerza llamando a su madre.



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La rechoncha mujer con el cabello teñido de azul se levantó.

—Bienvenidos a la Comunidad de Little Whinging y al Mercado de las Pulgas del Instituto Femenino en unión con la Sociedad Para la Promoción de la Inglaterra Rural. Gracias a nuestros benefactores habituales por cuyas donaciones tenemos esta maravillosa variedad de objetos. Señoras, estoy segura que todas ustedes encontrarán algo tentador en este lugar. Hay secciones muy extensas tanto de telas, como de ropa y artículos del hogar.

>>Ahora, como todos saben, esta venta es por una muy buena causa. Los valores caseros tradicionales del campo están desapareciendo velozmente bajo la marcha del concreto y el progreso de la tecnología. Es nuestra tarea asegurarnos de que nuestras habilidades especiales no caigan en desuso. A la gente de hoy día le gusta burlarse de las áreas tradicionales del trabajo de la mujer —tales como el tejido, hacer mermelada, criar a los bebés—, pero la Sociedad Para la Promoción de la Inglaterra Rural existe para detener eso.

>>¡Mujeres de Little Whinging, únanse! Nuestro estilo de vida está amenazado. Estemos orgullosas de lo que somos. ¡Parémonos juntas y seremos tomadas en cuenta!

Petunia Dursley estaba sentada en una silla al lado de su amiga Deirdre Fuller, quien estaba pronunciando el discurso de apertura. Petunia había sido elegida ese año para formar parte del comité, y su estrecho rostro estaba iluminado con la satisfacción de su propia importancia, mientras la venta era inaugurada con un aplauso cortés.

Las damas del comité siguieron a la señora Fuller mientras recorrían los diferentes puestos, asintiendo para animar a los voluntarios que vendían chucherías, ropa usada, libros viejos y discos de vinilo. Llegaron al puesto de las tartas.

—Maravilloso lo que hay aquí, Petunia, ¿no te parece? —preguntó Deirdre.

—Sí… maravilloso. Todo luce tan… comestible.

—¡Cuál de ellas es la que tú cocinaste?

—Bien, yo… yo he estado muy ocupada últimamente… Dudley, Vernon… ha estado arreglando algunos pequeños problemas en la fundición…

—Oh —la palabra fue tan cortante como un picahielos. La sonriente cara de Deirdre se tensó en una expresión de desaprobación que decía claramente: ‘Me has decepcionado, Petunia’.

Petunia hizo algo que no había hecho en años: se ruborizó. Petunia Dursley nunca había sido deficiente en reuniones sociales. Ella guiaba, despreciaba a los infractores, y nunca tenía que explicar sus defectos, pues según ella no tenía ninguno.

La siguiente parada fue en el puesto de ropa para damas.

—Oh, que mercancías de calidad. Creo que algunas de estas vinieron de Mark & Spencer hace apenas un año o dos. Odio ver en las ventas de garaje prendas que nadie en su sano juicio vestiría. ¿No estás de acuerdo, Petunia?

—Oh, sí, sí. Estoy completamente de acuerdo, Deirdre —Petunia empezaba a sentirse incómoda. Era una sensación extraña y poco grata; no se sentía así desde que el chico Potter había arruinado su cena para los Mason. La insistente y casi militar presencia de Deirdre Fuller habitualmente la confortaba; pájaros del mismo plumaje y todo eso. Así que era desagradable sentirse humillada, avergonzada y puesta en evidencia.

—Yo doné este conjunto —continuó Deirdre, señalando una falda de lana color turquesa y una chaqueta ligera—. Se conserva muy bien. Algún alma menos afortunada podrá lucir medio decente por una vez.

Petunia asintió con una sonrisa tonta, con el repentino deseo de no tener la privilegiada posición de mano-derecha de la señora Fuller.

>>¿Y qué donaste a este puesto, Petunia?

La voz todavía era cortante, alarmantemente cortante. Petunia Dursley comenzó a sudar. Tartamudeó:

—Bien, umm… verás, Deirdre…

—¡Va a continuar dando excusas por su omisión, señora Dursley?

Ya no era Petunia, sino señora Dursley.

—Yo, umm… —maldita si comenzaba a sonar tan poco convincente como el fenómeno del chico Potter cada vez que ella le atrapaba afuera.

—Ya veo —murmuró la señora Fuller, y parecía que había tenido suficiente—. Quizás pueda hacer algo útil por esta venta.

—Er… ¿si? —temía escuchar lo que tendría que hacer para redimirse. El Instituto Femenino era muy importante en Little Whinging, una no podía permitirse el lujo perder su buena voluntad o terminaría tan bajo como los residentes de las viviendas de protección oficial.

—Creo que los baños necesitan una limpieza, Petunia.

Petunia sintió que sus ojos escocían por las lágrimas. Podía escuchar las risitas de las mujeres paradas a su alrededor, esas más abajo en la jerarquía del Instituto Femenino, y a las que poco tiempo atrás había mirado por encima del hombro al estar socialmente por encima de ellas. ¿Limpiar los baños? Quería gritar: ‘¡No seas ridícula, yo no limpio baños públicos, qué ocurrencia!’ Pero si hacía eso, perdería la pequeña esperanza de permanecer en el comité, e incluso de quedarse en la Organización. Se tragó el orgullo y se encaminó hacia la sección de sanitarios.

Los tocadores de la sede de la comunidad no estaban a la altura de los impolutos cuartos de baño de Petunia en Privet Drive. Le llevó un buen rato limpiar los lavamanos, algunos de los cuales lucían como si hubieran sido rayados con guijarros. Luego siguió con los espejos, que estaban manchados con una variedad de sustancias, ninguna de las cuales era capaz de identificar.

La puerta se abrió y Phyllis Watkins entró y se dirigió al sanitario. Cuando se acercó a los lavamanos y se paró al lado de Petunia, comentó:

—Acabamos de tomar té con crema, una delicia. Con bollos, fresas frescas y nata.

Petunia dejó caer el trapo y se secó las manos.

—Entonces iré a tomar el mío —declaró.

—Oh,no. No quedó nada. Sólo era para los ayudantes de los puestos y los miembros del comité.

—Pero yo pertenezco al comité —protestó.

—Oh, no. Votamos para que salieras, lo siento. Maise Blathers, de las viviendas de protección oficial, tomó tu lugar.

La mujer se dio la vuelta y partió, dejando a una aturdida y abatida señora Dursley mirando fijamente la puerta cerrada. Petunia consideró marcharse; ir directo a su casa y al demonio la limpieza. Pero, si lo hacía, nunca volvería a ser aceptada. Todavía pertenecía al IF, aunque ya no formara parte del comité. Levantó el trapo y regresó al espejo.

Minutos más tarde, la puerta se abrió de golpe y una muy pálida Deirdre Fuller entró corriendo y se dirigió a un cubículo. La acción fue seguida de espectaculares sonidos de alguien vomitando. La señora Fuller sonaba tan enferma como la tía Marge había estado la vez que había comido un molusco podrido. Un fuerte olor a vómito impregnó el aire.

La señora Fuller salió tambaleante y se dirigió a los lavamanos.

—Ese té con crema nunca me cae bien, especialmente si lo mezclo con fresas. Debería haberlo sabido —gimió—. Se buena, Petunia, y limpia ese desastre.

Y luego de eso, se marchó. Petunia pudo elegir una vez más. Podía ir y limpiar como una sirvienta común, o podía marcharse. Limpiar la inmundicia, como un fenómeno despreciable, o perder su posición en la comunidad. Esa posición ya se había dañado suficiente ese día, y si se marchaba, sería el fin. Ya podía escuchar los chismes de los vecinos por todo Privet Drive. En realidad, no tenía elección. Con un suspiro resignado, Petunia se dirigió hacia el cubículo.

Tuvo dificultad en mantener el contenido de su propio estómago cuando vio el desastre que la esperaba. El vómito había salpicado la taza del inodoro, alrededor del piso, incluso las paredes. Petunia se estremeció. El olor era repugnante. En el momento que alargaba la mano para buscar papel de baño, y notaba que éste también estaba manchado, escuchó la voz de Dudley: ‘¡Mami, mami, ayúdame!’, y despertó con el olor de un vómito real.




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Vernon acababa de firmar un contrato. Tapó su pluma fuente personalizada con una floritura y sonrió con placer. Accesorios para Constructores Hutchinson era una cadena de tiendas distribuidas por todo el Reino Unido, y Grunning conseguiría varios pedidos importantes como uno de sus principales suplidores.

Sus tripas sonaron, un sonido frecuente en su agradable y soleada oficina. Las once en punto; un poco temprano para almorzar, pero se había ganado un tentempié. Se levantó de su extra grande silla de ejecutivo con la intención de visitar la cafetería.

Su puerta se abrió y por ella entraron dos hombres vestidos con trajes oscuros. Vernon frunció el ceño. Como directivo, su oficina era privada, nadie podía simplemente entrar. Era trabajo de Claire evitar que eso pasara. Ella era una buena secretaria, tenía que admitir a regañadientes, aunque un tanto obsesiva con los gatos; pero parecía que hoy había fallado.

—¿Señor Vernon Dursley? —preguntó el hombre de más edad.

—Eso es lo que dice en mi puerta, señor. ¿Quién demonios es usted, y por qué irrumpe así?

—Detective Inspector Staines Treeves, CID. ¿Me pregunto si sería lo bastante amable como para acompañarnos a la estación, para ayudarnos con nuestras investigaciones?

—¿Qué? ¿Ha ocurrido un accidente? ¿Dudley está herido? ¿Petunia?

—Nada de eso, señor Dursley. Sólo preguntas de rutina. Por favor —el detective señaló hacia la puerta.

—No voy a ir a ninguna parte hasta ver su identificación —replicó Vernon, empezando a enojarse realmente. Su tentempié de celebración se veía seriamente amenazado.

Una billetera fue mostrada y Vernon torció la vista hacia la foto del carnet de identidad. El hombre ante él era, al parecer, el inspector Treeves. Vernon cedió un poco.

>>Muy bien, si debo ir me gustaría saber de qué se trata todo esto.

—Todo a su tiempo, señor Dursley —dijo el inspector con tono tranquilizador—. Éste es mi sargento, el sargento Pepper. Le mostrará el camino hasta el auto.

Vernon tuvo un viaje incómodo, aplastado en el asiento trasero del auto de policía, con el sargento Pepper a su lado. El sargento era un hombre grande de rostro redondo, la cabeza calva y un impresionante bigote oscuro. De hecho, al mirar por el espejo retrovisor, el inspector Treeves pensó que ambos hombres casi parecían un par de sujeta libros puestos allí.

Una vez que llegaron a la estación de policía, que era una lúgubre estructura de concreto con pequeñas ventanas cuadradas, Vernon fue conducido hacia la puerta de atrás —Como un criminal común, murmuró para sí mismo— y a lo largo de varios corredores y un tramo de escaleras ascendentes. Trepar las escaleras le había hecho resoplar como una locomotora de vapor. Él siempre tomaba el elevador, dondequiera que fuera. De hecho, estaba considerando seriamente instalar uno en su casa. Luego, había sido introducido en una ‘sala de interrogatorios’, donde ahora estaba sentado, mirando fijamente una taza de poliestireno llena de un líquido que semejaba agua de pantano, y olía casi igual.

El inspector Treeves entró y conectó un grabador antes de pronunciar su nombre y el de su sargento, y luego el de Vernon.

—Ahora, señor Dursley, ¿imagino que tiene internet en su casa?

—¿Qué? ¿Internet? ¿De eso se trata todo esto? —la cortada voz del hombre demostraba cuán enfadado estaba por toda esa palabrería.

—Limítese a responder la pregunta, señor. Haremos todo esto más rápido si contesta mis preguntas en lugar de hacer las suyas, que yo no estoy aquí para responder.

—¿Estoy arrestado?

El inspector suspiró.

—No, señor; ya le dije, está aquí para responder unas preguntas. Ahora, quizás podría empezar a hacerlo.

Vernon resopló, pero no vio ningún daño en contestar.

—Sí, por supuesto que tengo internet. ¿Quién no lo tiene hoy en día? Bueno, algunos fenómenos y gitanos, supongo…

—Y supongo que tiene su propio computador —el inspector Treeves interrumpió la diatriba de Vernon.

—¿Hmm? Sí, lo tengo.

—¿Es su máquina personal? ¿No de la familia?

—Es mía, está en mi estudio. Dudley tiene la suya, por supuesto, y a Petunia no le interesan esas cosas. No tiene mentalidad técnica, ya me entiende. El Instituto Femenino está más es su línea.

El inspector sonrió amistosamente, una sonrisa de todos-los-hombres-unidos-contra-las-extrañas-mujeres-de-carrera.

—¿Y su hijo usa su propio computador?

—Eso dije. ¿Está sordo o algo así? Dudley usa su PC para jugar juegos y otras cosas; no sé qué hace la mitad del tiempo. No se dedica a piratear en los computadores del gobierno, si eso es lo que usted está implicando —resopló divertido.

Los dos policías rieron con fuerza, como si Vernon fuera la persona más graciosa que hubieran escuchado en mucho tiempo.

—Así que, si traemos aquí su computador para examinarlo, señor Dursley, el historial y archivos de internet de su máquina serán todos suyos.

Vernon dejó de reír abruptamente. Miró fijamente al inspector, quien apenas un segundo antes había estado riendo junto con él.

>>¿Señor Dursley? —insistió el hombre.

—¿De qué maldita cosa se trata todo esto? —Vernon decidió atacar como la mejor forma de defensa—. ¿Desde cuándo la policía arresta a los honrados miembros de la sociedad —yo soy un director de compañía, para que sepa; un creador de riqueza— y los arrastra a la estación de policía para revisar sus computadores personales?

—Desde que la amenaza de los círculos de pederastas emergió; desde entonces, señor Dursley —la voz del inspector era dura; toda nota de humor había desaparecido—. Localizamos su dirección IP y otros detalles en un sitio llamado Chicos Divertidos, una web dedicada a brindar a hombres adultos la compañía de muchachitos.

—Yo… yo… —Vernon estaba perplejo. Había visitado esa página unas pocas veces. Fue sólo curiosidad. Desde que había comenzado a castigar a ese fenómeno, había empezado a tener pensamientos sobre chicos jóvenes, sobre sus caras inocentes, su carne suave, sus dulces pequeñas pollas…

—¿Admite que usted es miembro de ese sitio?

—Yo… puede que lo haya visitado una o dos veces… sólo por curiosidad… Tengo que proteger a Dudley —extendió su temblorosa mano hacia su taza de poliestireno. Necesitaba tiempo para pensar… Si bebía su té… eso le daría unos segundos. Mientras levantaba la taza hacia sus labios, justo cuando estaba a punto de dar un trago, notó que algo flotaba en la superficie… Había un escupitajo en su té. Bajo la taza apresurada y negligentemente. No la dejó bien y la taza se volcó, y el líquido marrón chorreó hacia el inspector sentado frente a él.

El sargento Pepper abofeteó a Vernon cerca de la oreja y éste se estremeció. Habían pasado muchos años desde que alguien le había puesto una mano encima; de hecho, no desde que su padre regresaba borracho cada viernes en la noche. Bramó y se levantó de un salto, girándose para protestar.

—¿Siéntese, señor —siseó el sargento.

El hombre lucía formidable. Era tan grande como Vernon, pero más sólido. Tenía más músculo que grasa y Vernon sabía que no tendría oportunidad si le atacaba. Era mejor no darle motivos. Tragó con fuerza y se volvió a sentar en la silla.

—Entonces, señor Dursley —retomó el inspector el interrogatorio, colocando su pañuelo en la trayectoria del líquido para evitar el flujo—. ¿Le gustan los niñitos? ¿Es por eso que tiene problemas con su esposa? Creo que sólo tienen un hijo, ¿no?

Vernon frunció el ceño.

—¿Qué demonios está insinuando? Decidimos tener sólo un hijo para poder ofrecerle lo mejor de todo. Somos padres responsables, no como esa gente de mal vivir que habitan en los bloques de edificios, teniendo docenas de hijos y reclamando beneficios, dejándoles afuera a toda hora del día y de la noche.

—Cállese.

La orden fue pronunciada en tono quedo, pero Vernon no se atrevió a desobedecer. Tenía una mala sensación acerca de todo esto. En el chat, Gordon había dicho que estaban a salvo, que no serían investigados. En todo caso, él sólo había mirado; era a los demás a los que les gustaba tocar…

—Si usted es un padre responsable, es un ejemplo bastante lamentable —se burló el sargento Pepper—. Mirando fotos de niñitos, uniéndose a chat asquerosos, observando actos pervertidos… —tosió, y como una flema quedó atorada en su garganta, la escupió y fue a aterrizar en la mejilla de Vernon, quien se quejó y buscó a tientas su pañuelo.

—Si es encontrado culpable, señor Dursley, ya debe saber que una sentencia privativa de libertad es lo más probable.

—¡No, inspector, por favor! No he hecho nada. Sólo miré un par de veces…

—Bueno, eso lo sabremos cuando nuestras investigaciones avancen un poco más, ¿no? Primero, conseguiremos una autorización para traer su computadora. Una vez que sepamos cuán involucrado está, volveremos a conversar. Mientras tanto, disfrute de la hospitalidad de nuestras celdas, y piense en cuán sensato sería estar limpio. Lléveselo, Sargento.

Pepper le aferró del brazo con la fuerza de un torno. Vernon se quejó de nuevo. Su carne bofa se magullaba con facilidad.

Vernon estaba sentado en un banco en el fondo de la celda. No le habían dado nada de almorzar.

—Puedes vivir de tu grasa un mes o dos, gordo pervertido —le había espetado el sargento de custodia.

Se sentía más miserable de lo que podía recordar haberse sentido jamás. Él, Vernon Dursley, pilar de la comunidad, director de Grunnings, estaba sentado en una celda policial, siendo tratado como un maniaco sexual, y muerto de hambre. Si no hubiera sido por ese pequeño fenómeno de Potter, él nunca hubiera descubierto que le gustaba acariciar a los muchachitos. Si no le hubiera abierto las puertas de su casa al chiquillo fenómeno hijo de la hermana de su esposa, cuando ella había sido lo bastante descuidada como para dejar que la mataran, él no estaría ahora aquí. Odiaba a Potter, y a todos los fenómenos como él, que iban por ahí creyendo que eran normales, apuntando sus varitas a las cosas, haciendo que sucesos extraños pasaran. Su estómago volvió a gruñir; estaba hambriento. Nunca había estado más de tres horas sin comer y el dolor de su tripa era desagradable. Supuso que era por el hambre.

—Jodidos fenómenos —murmuró.

La puerta se abrió y Pepper se detuvo en el umbral.

—¡Arriba! ¡Levántese! —gritó.

Vernon se levantó y arrastró los pies hacia afuera, siguiendo al fiero hombre hasta la sala de interrogatorios.

—Tengo hambre —se quejó, mientras se sentaba de nuevo.

—Aguántese —respondió Pepper, y se paró a su lado hasta que regresó el inspector.

—Bien, señor Dursley. Es usted un hombre encantador, eso seguro. Encontramos un muy interesante rastro de páginas de internet. Además de eso, encontramos unas muy ilustrativas publicaciones ocultas en su caja fuerte.

—¡Mi caja fuerte! ¡No tenían derecho a revisar ahí!

—Pero teníamos una orden de cateo, señor. Podíamos revisar por todas partes. Su esposa fue la más cooperativa.

Vernon flaqueó en su asiento. Habían encontrado sus copias de Material Dulce.

>>Tenemos muchos cargos contra usted, por posesión de material obsceno y crímenes contra menores. Irá a prisión, señor Dursley. Y le aseguro que sabrá cuán amistosos son con los pedófilos, los asesinos y violadores que hay allí.

Vernon tembló. Comenzó a llorar.

>>Mientras estábamos en nuestra tarea, también echamos un vistazo al computador de su hijo. ¿Recuerda que nos dijo que no tenía idea de lo que hacía en su habitación?

Vernon alzó la vista, observándole a través de la bruma de sus lágrimas. El inspector se veía distorsionado, le recordaba a alguien…

>>Ahora, le traeremos a él para investigarle —siguió el inspector, su voz baja y susurrante. Su largo cabello y pálido rostro lucían extraños, sus ojos oscuros brillaban… Seguro que no se veía igual que cuando le había arrestado, ¿cierto? Pero Vernon no podía detenerse a reflexionar sobre ello en ese momento, porque podía escuchar un sonido aterrador.

—¡Papi! ¡Papiiii! ¡Ayuda! —gemía Dudley en la habitación próxima.

Y Vernon era incapaz de hacerlo.

Mientras recuperaba la consciencia lentamente, la humedad de su almohada le hizo darse cuenta que había estado llorando en medio de su sueño.





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