La Mazmorra del Snarry
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La Mazmorra del Snarry


 
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La Mazmorra del Snarry... El escondite favorito de la pareja más excitante de Hogwarts

 

 El amor que salvó un reino. Capítulo 6. Organizando el asalto

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alisevv

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MensajeTema: El amor que salvó un reino. Capítulo 6. Organizando el asalto   El amor que salvó un reino. Capítulo 6. Organizando el asalto I_icon_minitimeLun Jul 07, 2014 6:03 pm

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—Entonces, ¿qué ha pasado en el reino durante mi ausencia? —preguntó Severus con el ceño fruncido, sentado tras su escritorio en su despacho privado. Frente a él, Sirius, Draco y Bill se sentaban, con el rostro serio.

—El país ha estado aparentemente tranquilo— contestó Draco.

—¿Aparentemente?

—No se han presentado problemas, excepto cosas sin importancia— quien habló esta vez fue Bill—. Y en la Mansión Malfoy tampoco se ha notado mayor movimiento. Sin embargo, nuestros espías dicen que allí se está cocinando algo.

—¿De qué tipo?— indagó Sirius—. ¿Más reuniones de apoyo?

—No, eso se detuvo abruptamente— informó Draco.

—Lo cual quiere decir que Malfoy está intentando alejar la atención de su casa— sentenció Severus.

—Exacto— el hombre pelirrojo se movió incómodo antes de continuar—. Y al parecer, Lucius Malfoy ha estado solicitando ayuda entre nuestros vecinos. Y todos sabemos que algunos estarían más que encantados de ayudar.

—El Rey se lo temía, me lo dijo antes de mi partida a Inglaterra— musitó Severus, casi para sí, antes de mirar fijamente a Bill—. ¿Se sabe con quien ha estado pactando?

—No con certeza— contestó el joven.

—Pero no es muy difícil adivinarlo, ¿no?— intervino Sirius, con los ojos relampagueando de furia ante el pensamiento de que un moribiano pudiera hacer tratos con extraños para traicionar a su país. Aunque ese moribiano fuera el maldito Lucius Malfoy—. Con el Sultán de Mejkin.

—Es lo más probable— Severus también había fruncido el ceño profundamente, pero su ira no se distinguió en el tono de su voz—. En todo caso, sea quien sea, debemos estar preparados— miró a Sirius detenidamente—. Quiero que envíes refuerzos a las fronteras, que detengan cualquier entrada sospechosa en el país.

—¿A todas las fronteras?— indagó Sirius.

—Sí, aunque presumamos que la amenaza pueda venir de Mejkin, no es la única posibilidad. Y también envía un destacamento al puerto, por si acaso.

—¿Y qué hacemos en el norte?— preguntó Draco—. Allí ni siquiera tenemos puesto fronterizo, ¿no creen que se necesitaría algo de protección?

—Es innecesario, la zona es demasiado fría y escarpada, y tendrían que avanzar enfrentándose a los Moribs— denegó Sirius, quien sentía un sano temor hacia los habitantes de las montañas—. Y créanme, dudo que sobrevivieran a eso— se levantó y, cosa poco común en él dada la gran amistad que los unía, se cuadro frente a Severus—. Con tu permiso, voy a tomar las previsiones pertinentes.

Severus asintió en silencio y Sirius hizo una seña a Bill. Este se inclinó respetuosamente ante su Príncipe y siguió a Sirius fuera de la habitación.



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Anktar—Moribia


Una oscura carreta recorría con lentitud las callejuelas de tierra de la ciudad de Anktar. Era noche cerrada, sin luna ni estrellas, y todas las casas mostraban sus fachadas oscuras, mientras sus dueños lograban un merecido descanso.

Los cascos de los caballos y las ruedas de las carretas resonaban en la noche, pero era un sonido amortiguado, tan leve que ni siquiera alcanzaba a sobresaltar a los animales nocturnos.

Los ocupantes de la carreta también iban silenciosos, temerosos de ser detectados por algún noctámbulo trasnochado, y el conductor guiaba con cuidado, mientras el hombre sentado a su lado alumbraba el camino con un quinqué.

La carreta salió del intrincado enjambre de callejuelas y enfiló hacia la parte norte de la ciudad. Un cuarto de hora más tarde, se encontraba frente a una alta y destartalada verja de hierro que protegía la entrada de una propiedad, que a todas luces había conocido mejores tiempos.

Uno de los hombres que se encontraban en la parte de atrás de la carreta saltó y en segundos se encontraba abriendo la reja para dar paso al vehículo. El cochero enfiló por el largo camino pedregoso, hacia un lugar donde se alzaba una enorme casona, que en algún tiempo seguramente habría sido elegante y hermosa, pero que en esos momentos parecía que estaba a punto de caerse a pedazos. En lugar de dirigirse a la entrada, se desvió a la derecha y puso rumbo a la parte trasera de la edificación. Momentos después, se paraba frente a una sombría puerta de madera.

El hombre sentado en el pescante, al lado del cochero, se bajó, se acercó a la puerta y golpeó por tres veces, espero unos segundos y golpeó tres veces más. Al momento, la puerta se abrió y la figura de Lucius Malfoy se perfiló en el umbral.

—Crouch, al fin llegas— gruñó el hombre rubio—. Pensé que habrían tenido problemas.

—Preferí esperar un poco más para asegurarme de no tener algún encuentro imprevisto— replicó el hombre delgado de cabello pajizo que respondía al nombre de Crouch.

—¿Lo trajiste?— indagó Lucius, enarcando una ceja, única señal de cuan ansioso estaba.

Sin responder, el recién llegado se dirigió nuevamente a la carreta, seguido de cerca por el dueño de casa. Hizo una seña a dos hombres que de inmediato bajaron una de las grandes barricas que transportaba la carreta. Sacó un pequeño mazo que también llevaba en la carreta y lo estrelló con fuerza contra la barrica. Al instante, la madera se resquebrajó, dejando salir un líquido oscuro.

—Lástima de vino, ¿no?— comentó, mientras observaba como se vaciaba el recipiente—; pero evitó que nos detectaran en la frontera— luego levantó la tapa de la barrica y Lucius pudo observar que dentro iba otro recipiente, que al abrirlo, mostró lo que el rubio esperaba tan ansioso, un lote de nuevos y relucientes fusiles de percusión.

Mientras Malfoy tomaba uno y lo observaba, bajo la escasa iluminación reinante, Crouch volvió a hablar.

>>Doscientos relucientes rifles, tal como se había cordado.

Lucius desvió su atención del arma para fijarla nuevamente en Crouch.

—¿Tuviste problemas en la frontera?

—La zona está bastante vigilada, la verdad, pero la tapadera funcionó de maravilla— replicó el otro, sonriendo satisfecho.

—¿Cuántos hombres trajiste?— preguntó, observando a los hombres, que ya estaban bajando y vaciando las barricas.

—Seis, más hubiera resultado sospechoso.

Lucius frunció el ceño.

—¿Y el resto? Aquí apenas han llegado una treintena.

—No te preocupes, llegarán en los próximos días, junto con las municiones para que puedan funcionar todas esas lindas armas. Claro, si llegamos a un acuerdo— mientras el hombre lo miraba, burlón, Malfoy frunció el ceño, furioso.

—¿Un acuerdo? ¿Qué demonios significa eso? ¿Cómo te atreviste a venir sin municiones?— la ira del rubio aumentaba por momentos—. El Sultán y yo ya habíamos pactado el arreglo.

—Sí, pero mi jefe piensa que su pago va a requerir una espera demasiado larga.

—Él sabe que hasta que tome el trono y estabilice al país es imposible que le de nada.

—Cierto, y por eso necesita un seguro.

—¿Un seguro?— Lucius lo miró sin entender a dónde quería llegar el individuo.

Crouch sonrió con ironía, mientras se inclinaba en un costado de la carreta y sacaba un tabaco, encendiéndolo con parsimonia.

—Mi jefe ha escuchado que tienes un hijo muy bello, además de fértil— dio una calada profunda y lanzó el humo en suaves volutas—. Y el harem del Sultán necesita sangre nueva.

—¿Draco?— musitó el hombre, comprendiendo al fin.

El otro esbozó una sonrisa desagradable, antes de mencionar su última condición.

—El Sultán quiere a tu hijo. El día del asalto al castillo, me lo entregarás. A partir de ese momento, pertenecerá al harem del Sultán de Mejkin.

Lucius se le quedó mirando, pensativo. Draco era su hijo, pero también había sido una patada en el hígado desde hacía mucho tiempo. Definitivamente, ese era un adicional que no le molestaba dar en absoluto.

Una sonrisa macabra se plasmó en su rostro y estiró su mano hacia el delegado del Sultán.

—Es un trato.



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Severus caminaba de un extremo al otro del corredor donde se encontraban las habitaciones reales. Ya había pasado casi un mes desde que regresara de Inglaterra, y pese a todos los esfuerzos que se habían realizado, su padre seguía deteriorándose rápidamente y los médicos seguían sin saber qué hacer.

Ahora, aguardaba lo que sentía era su última esperanza: el Doctor Kingsley Shacklebolt. Se trataba de un hombre muy estudioso, un verdadero sabio, que acababa de regresar de la India, donde había estado realizando estudios profundos sobre enfermedades raras, sus síntomas y tratamiento. También era un experto en enfermedades infecciosas, tratamiento contra venenos, lepra, malaria y un montón de cosas más. Si él no encontraba la solución, dudaba que alguien más pudiera hacerlo.

Apoyado contra una pared, Draco Malfoy lo veía pasear, con el corazón tan angustiado como el propio Príncipe. Sabía que su abuelo moría irremediablemente y él ni siquiera tenía la leve esperanza que todavía sostenía a su tío.

En ese momento, la puerta se abrió y la figura del valet del Rey se perfiló en el umbral.

—Su Alteza, los doctores dijeron que si podían entrar un segundo.

Sin contestar, Severus y Draco se precipitaron a la puerta de la habitación.

—¿Entonces, Doctor?— preguntó Severus sin más ceremonia.

Un hombre alto y negro, en cuyas facciones se delataba su origen egipcio, se giró hacia los recién llegados y los observó con notable seriedad.

—Su Alteza— empezó, acercándose a Severus—. Estuve haciendo varias pruebas y en principio quedé tan desconcertado como mi colega— explicó tácitamente—. Los síntomas que presenta Su Majestad me resultaron realmente extraños y no coinciden con ninguna enfermedad conocida por mí.

—Dijo ‘en principio’— hizo notar Severus, antes de dejarse derrotar por el dictamen.

—El Doctor Shacklebolt estuvo revisando la habitación— informó el médico real, Igor Karkaroff.

—¿Revisando la habitación?— el Príncipe levantó una ceja interrogante, al tiempo que fijaba su oscura mirada en ambos hombres, esperando una explicación.

—En mi amplia trayectoria examinando enfermedades extrañas— empezó a aclarar el médico egipcio, sin inmutarse por la mirada de desaprobación del heredero al trono—, con frecuencia he podido notar que, algunas veces, la causa de la dolencia se encuentra en el ambiente externo y no en el enfermo en si— caminó hasta una de las mesillas de noche y levantó un recipiente que contenía un líquido de color azul—. Y creo que éste es uno de esos casos donde mis pesquisas han resultado positivas— pasó el envase a Severus—. ¿Reconoce esta sustancia, Su Alteza?

El aludido lo tomó y asintió con la cabeza.

—Sí, es la medicina diaria de mi padre. Probablemente estaba dormido cuando vinieron a dársela y por eso no la tomó aún.

—¿Está seguro que ésta es su medicina?— insistió Shacklebolt.

—Por supuesto. Yo he visto como se la han estado dando todos estos días.

—Su Alteza— Shacklebolt acercó el recipiente y señaló el borde, donde se podía observar un rastro de polvillo blanco— ¿puede ver eso?

Severus asintió.

—Supongo que es la medicina que se disuelve en agua, por eso se vuelve azul, ¿no?

—Su Alteza— tercio Karkaroff—, la medicina que receté a Su Majestad es un líquido azul, no un polvo.

—¿Entonces?— Severus miró a los hombres sin comprender—. No entiendo.

—En este momento no podría decirlo con plena seguridad, tendré que hacer antes algunas pruebas, pero del conocimiento que tengo sobre algunas sustancias, yo diría que ese polvillo blanco es una sal de arsénico— declaró el hombre con rostro serio—. Además, los síntomas del Rey coincidirían perfectamente con este hecho.

Severus los miró por largo rato, incrédulo, pero fue Draco quien al final exclamó:

—¿Quieren decir que han estado envenenando al Rey?

—Como ya dije, no podría asegurarlo. Pero, ciertamente, es la explicación más factible.

Todavía sin hablar, Severus dio media vuelta, caminó hasta la puerta de la habitación y la abrió, dando una orden al valet del Rey, que esperaba afuera por si algo se requería.

—Por favor, haga que Minerva McGonagall venga aquí enseguida— ordenó, enfatizando la última palabra.

Minutos después, la estirada mujer hacía presencia en el cuarto.

—¿Me mandó llamar, Su Alteza?

—Sí— musitó el Príncipe en un tono suave, que no presagiaba la tormenta que se avecinaba. El hombre levantó el vaso con la supuesta medicina y lo puso ante los ojos de la mujer—. ¿Me podría decir qué es esto?

Ella se estremeció pero, respirando hondo, contestó con todo el aplomo que era capaz de mostrar.

—La medicina de Su Majestad, Alteza.

—Usted ha estado dándosela desde que me fui, ¿no?— la mujer asintió en silencio—. ¿Y podría decirme por qué esta sustancia blanca está pegada al borde del recipiente?— la mujer palideció, su mirada asustada vagaba de uno a otro de los presentes.

Severus la observó y decidió presionar un poco más.

—¿Por qué ha estado envenenando al Rey, Minerva McGonagall?

Ante la pregunta directa y el tono en que era hecha, algo se quebró en la mujer. De repente, los ojos asustados se volvieron fríos, desvaídos, y en su rostro apareció más que una sonrisa, una mueca de locura.

—Porque es un traidor que merece morir— musitó, en un tono que dejó helados a todos los presentes—. Porque me despreció por la perra de tu madre, y encima fue lo bastante cruel como para convertirme en su sirvienta. Yo, sirvienta de esa perra— Severus tuvo que contenerse para no callarla a golpes, mientras escuchaba la terrorífica carcajada de la mujer—. Pero la perra lo pagó, yo me encargué de que lo hiciera.

—¿Qué estás diciendo?— Severus tomó su brazo y lo apretó con furia, al tiempo que la zarandeaba. Pero lejos de temerle, la mujer rió más alto.

—Todo el mundo creyó que murió por el parto, junto a tu hermanita— declaró con marcada burla, lanzando una nueva risotada—. Nadie descubrió que fui yo quien le dio el abortivo y…

Las horribles palabras de la mujer se vieron interrumpidas cuando Severus, lívido de furia, cerró su mano alrededor de su cuello y presionó. Pasaron unos segundos, donde todos observaron horrorizados como el rostro de Minerva McGonagall se contorsionaba por la falta de oxígeno. Al final, Draco colocó su firme mano sobre el hombro del Príncipe y musitó:

—Tenemos que averiguar si trabaja para alguien.

Esas palabras regresaron la sensatez a Severus. Soltó a la mujer, quien empezó a boquear para recuperar el aliento, pero apenas le dio tiempo pues la enorme mano de Severus pasó de su cuello a su moño, jalando el pelo con inclemencia al tiempo que la miraba a los ojos.

—¿Quién más está detrás de esto?— la mujer no contestó y Severus jaló con más fuerza, haciéndola lanzar un chillido—. ¿Es Lucius, verdad? ¿Fue él?

—Sólo fui yo— gritó la mujer, ciega de dolor y furia—. Lord Malfoy no me envió, pero espero que todos ustedes mueran y él obtenga el trono, es el único que lo merece.

Severus lanzó a la mujer contra el piso, donde quedó llorando, hecha un ovillo.

—Sé que él está detrás de todo esto y lo vas a confesar— declaró Severus con tono glacial, antes de girarse hacia Draco—. Llévatela y que la encierren en la mazmorra más oscura y húmeda. Estoy seguro que después de unos cuantos días disfrutando de nuestra hospitalidad, nos va a decir todo lo que sabe. Después busca a Sirius, los espero a ambos en mi despacho en diez minutos.

Cuando Draco salió, llevando a rastras a Minerva McGonagall, Severus se giró hacia los doctores.

—Disculpen la escena— luego que los médicos hicieran un gesto indicando que entendían, agregó—: ¿Creen que el Rey pueda recuperarse?

—Haremos todo lo posible, pero no podemos prometerle nada— contestó Shacklebolt—. Es evidente que el deterioro ha sido muy grande, sin contar el hecho de su enfermedad previa.

Severus asintió, entendiendo, mientras se dirigía a la cama de su padre e, inclinándose, le daba un pequeño beso en la frente.

—Por favor, traten de salvarlo— se incorporó y se dirigió con pasos firmes a la puerta de la habitación, pero antes de llegar, pidió en voz baja—. Les agradecería que lo que acaban de presenciar no saliera de esta habitación— y entonces salió definitivamente, con la esperanza de que aún hubiera posibilidad de salvar la vida de Albus Dumbledore.



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—¿Cómo está eso de que trataron de asesinar a Su Majestad?— preguntó el Capitán Black en cuanto entró en el sobrio despacho de Severus—. ¿Qué ocurrió?

Severus les hizo una seña para que se sentaran antes de empezar a hablar.

—Como Draco te habrá contado, Minerva McGonagall ha estado administrándole pequeñas dosis de arsénico todos estos meses.

—Aún no puedo creer que no me diera cuenta— se lamentó Draco, contrito.

—No tenías modo de saberlo— desestimó el Príncipe, lo último que necesitaba en esos momentos era gente sintiéndose culpable—. Yo regresé hace varios días y tampoco me di cuenta.

—¿Estaba actuando bajo las órdenes de Lucius Malfoy?— indagó Sirius, frunciendo el ceño—. ¿Quieres que vaya con unos hombres a detenerlo?

—Quisiera pero no es posible— replicó Severus—. La mujer dice que actuó por cuenta propia, movida por el rencor y los celos— Sirius alzó una ceja, sin entender—. Es una larga historia que luego te contaré con más calma. Lo cierto es que negó rotundamente que Malfoy hubiera tenido nada que ver en el asunto, y sin su confesión, no podemos relacionarlo con el caso.

—¡Maldición!— renegó Sirius en voz baja antes de clavar su mirada en los ojos de su amigo—. ¿Cómo está el Rey? ¿Y qué piensas hacer con todo este lío?

—Mi padre está mal— la voz del hombre sonaba dolida pero firme—. Los doctores están tratando de lograr su recuperación pero no me dieron muchas esperanzas. Por el momento, lo único que se puede hacer es proteger al Rey para evitar otro posible atentado y reforzar la vigilancia sobre Malfoy.

—Es un sujeto listo, dudo que de un paso en falso y se deje atrapar.

—Yo también lo dudo, pero por el momento lo único que podemos hacer es vigilar y aguardar.



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Argus Malfoy entró en el despacho de su sobrino en la Mansión Malfoy, para encontrar al rubio sentado en un sillón con un vaso en la mano.

—Un poco temprano para beber, ¿no?— comentó.

—Pues te sugeriría que te sirvieras uno igual— replicó Lucius Malfoy, lacónico—, lo vas a necesitar.

Ignorando la sugerencia, el hombre mayor se acercó y se sentó frente al dueño de casa, con el ceño fruncido.

—¿Qué pasó?

—Peter acaba de salir de aquí— Lucius dio un largo trago a la bebida—. El Palacio es un hervidero de chismes. Ayer en la tarde, ‘el Príncipe heredero’ mandó encerrar a McGonagall en la peor celda del castillo. Nadie entiende la razón, aunque tú y yo sí sabemos por qué, ¿cierto?

—¿La descubrieron?— el rostro de Argus estaba más blanco que la cera y se estremeció de temor—. ¿Y estás tan tranquilo? Debemos escapar.

—No seas estúpido— escupió Lucius con desprecio—. Si la vieja hubiera hablado, a estas alturas estaríamos en un calabozo haciéndole compañía. Peter se escabulló hasta las mazmorras y la vio. Dice que está como loca, gritando incoherencias. Confío en que eso dure unos días, es todo lo que necesitamos para que terminen de llegar los refuerzos.

—Pero deben estar sospechando de ti, seguramente te pondrán vigilancia.

—Dirás más vigilancia— dijo el hombre rubio con voz burlona. Eso iba a ser una molestia adicional para sus planes, pero le daba igual—. Le ordené a Peter que no volviera por aquí, y también lo mandé a la pensión donde se encuentra Crounch para que estuviera atento y para informarle que a partir de ahora quien lo va a recibir en la casa vieja serás tú.

—¿Yo? Ni hablar— el hombre mayor se negó, rotundo.

—Escucha, quien está en la mira soy yo, si me presento en la casa abandonada, seguro me seguirían y descubrirían los hombres y las armas que tenemos allí escondidos— razonó el hombre rubio—. Ya sólo quedan unos pocos días. En esa casa hay suficiente comida y whisky para tener a los hombres contentos hasta el momento del asalto, así que lo único que tienes que hacer es ir a recibir a los que faltan y ubicarlos. No es tan difícil.

—¿Y si me siguen?

—Nadie te va a seguir, todos te ven como un viejo que chochea, pero por si acaso, trata de no regresar aquí hasta que todos los ‘invitados’ hayan llegado— Lucius hizo un movimiento y se acercó a su tío, amenazante—. Estamos a un paso de lograr nuestros objetivos y todos debemos poner nuestra cuota de sacrificio, ¿no crees?

El hombre mayor tragó con fuerza, cuando se lo proponía, su sobrino podía ser realmente atemorizante.

—Está bien— cedió al fin—. Lo haré, y que Dios me proteja.

—No, tío— Lucius sonrió burlón, sacando un arma de su escritorio y entregándosela—, no creo que el Todopoderoso esté por la labor. Yo te aconsejaría que te defendieras tu mismo— terminó, riendo con crueldad ante la aterrada cara de su pariente.



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Cordillera Este— Frontera con Mejkin
Moribia



Los soldados que guardaban la frontera entre Moribia y Mejkin, observaron intrigados los cinco inmensos carromatos que avanzaban por el camino, levantando una nube de polvo a su paso.

Los carros estaban pintados de vivos colores, rojo, naranja, azul, y en todos los transportes, con letras negras, se podía leer Circo de Fieras Salvajes de los Hermanos Funge. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, uno de los guardias se cruzó en el camino, dándoles el alto, mientras los demás se ponían en guardia.

—Alto— gritó un guardia. Todos los carromatos se detuvieron y el conductor del primero saltó al suelo.

En ese momento, el sargento que fungía como jefe de la guardia de frontera se acercó al hombre, con el ceño fruncido.

—Caballero— saludó el conductor, un sujeto pequeño de mediana edad, que vestía ropa estrafalaria y cubría su cabeza con un gran sombrero de hongo. El hombrecillo se quitó el sombrero y se inclinó, servicial—. Permítame presentarme, Cornelius Funge, para servirle a Dios y a usted.

—¿Quiénes son ustedes y de dónde vienen?— preguntó el sargento con tono seco.

—Somos los más grandes domadores de fieras de todo el continente— ante la mirada de incredulidad burlona que le lanzó el hombre, Funge se apresuró a añadir—. Bueno, los domadores son mis hermanos— señaló a los hombres altos y atléticos que conducían las otras cuatro carretas, antes de sonreír—. Yo soy el maestro de ceremonias.

El sargento siguió mirándolo con desconfianza.

—Abra el carromato— ordenó, señalando el vehículo que conducía el hombrecillo.

—Claro, venga por aquí— Funge lo llevó hacia la parte de atrás. Al tiempo que tomaba la manija de la puerta, advirtió—: Mantenga algo de distancia. Hay rejas protectoras pero nunca se sabe.

El hombre se apartó unos pasos y el otro tiró de la manija. En cuanto la puerta se abrió, un enorme rugido resonó en la distancia, sobresaltando a todos los presentes.

>>Tigres de Bengala, traídos directamente de la India— informó con una sonrisa—. ¿Verdad que son hermosos?

El hombre se alejó presuroso y se acercó a otro de los carromatos.

—Ábralo— ordenó escuetamente.

El hombrecillo obedeció enseguida, y esta vez los rugidos fueron aún más fieros.

—Auténticos leones africanos— declaró hinchando el pecho, como si de un padre orgulloso se tratara—. Y también tenemos panteras negras y guepardos, ¿quiere verlos? Son realmente hermosos.

—No, fue suficiente, es mejor que cierre esa puerta— luego que Funge obedeciera, preguntó—. ¿A dónde se dirigen?

—A cualquier sitio donde nos quieran ver, el Circo de Fieras de los Hermanos Funge no tiene origen ni destino— se detuvo un segundo, antes de agregar—: Pero por lo pronto, creo que iremos a Anktar, nos han dicho que allí puede ser bien apreciado nuestro arte.

—Sí, supongo que sí— replicó el sargento—. Está bien, puede seguir, pero tengan cuidado con esas fieras, ténganlos siempre encerrados.

—No se preocupe, Capitán, somos muy cuidadosos.

—Soy sargento— replicó el hombre, un tanto halagado por haberse oído llamar capitán—. Tomen el camino de la derecha, los llevará a Anktar. Que tengan buen viaje.

—Gracias, sargento— el hombrecillo se quitó nuevamente el sombrero de hongo en muestra de respeto—. Espero que un día pueda ver a los asombrosos hermanos Funge domando a sus fieras. Que tenga buen día.

La caravana siguió su camino, con un carro detrás de otro, todos los hermanos despidiéndose con una alegre sonrisa. Veinte minutos después, se desviaron hacia un bosquecillo que los protegía de la vista de cualquier persona que pudiera venir por el camino. Cada conductor saltó de su carromato y con algo de esfuerzo, sacó el pescante respectivo, dejando a la vista una pequeña puertecilla, por la que apenas cabía un ser humano con dificultad. Por todas las puertas, comenzaron a deslizarse varios hombres, que salían del vehículo con una cara de cabreo monumental.

—Pensábamos que no nos iban a dejar salir nunca— se quejó un hombre grueso, de cabello castaño, a quien le había costado un gran esfuerzo salir por esa pequeña puerta.

—No podíamos dejarlos salir hasta alejarnos lo suficiente del puesto fronterizo— explicó Funge con acento seco; mientras hablaba, seguían saliendo hombres de los carromatos—. Ya conocían las condiciones del viaje así que no se quejen. Tienen media hora para estirar las piernas y comer algo antes que marchemos hacia Anktar, les aconsejo que aprovechen el tiempo.

—¿Y cómo vamos a llegar a ese sitio?— preguntó otro de los ocupantes, un hombre de cabello y tez oscuros.

—¿Cómo creen?— preguntó el hombre con ironía.

—¿De nuevo en ese hueco— se escuchó la voz del castaño—, sudando como demente y acompañado por el olor nauseabundo de esas criaturas? Ni hablar.

—Por no contar con sus espantosos rugidos— terció otro, a quien los felinos inspiraban bastante temor.

—Pues es la única forma, a menos que quieran caminar hasta Anktar, pero no se los aconsejaría, es un camino largo y peligroso— hablando así, Funge ya no se veía como un hombrecito pequeño y simpático, sino como el hombre cruel y perverso que se había ganado a pulso el derecho de ser el líder de esa expedición, y de alguna manera, todos supieron que si no obedecían sus instrucciones, no llegarían vivos a Anktar.

Al ver que nadie contestaba y todos desviaban la vista, incómodos, prosiguió.

>>Bien, veo que ya está todo claro— sacó un reloj de su estrafalario chaleco—. Les quedan veinticinco minutos. Como ya dije, aprovéchenlos.

Esa noche, amparados por la oscuridad, la caravana se detenía cerca de una casa supuestamente deshabitada y todos bajaron respirando con alivio. Habían llegado a su destino.



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Mansión Potter
Londres



—Harry, ¿qué te pasa?— preguntó Hermione, viendo como su hermano miraba por una ventana al jardín, con el rostro descompuesto.

La Marquesa Potter levantó la vista de su labor y la fijó en su hijo menor.

—¿Hijo, te sientes mal?

—No es nada, no se preocupen— al ver que ninguna de las mujeres parecía tener intención de ‘no preocuparse’, explicó—. Es sólo que pensé en Severus y me dio tristeza y una opresión en el pecho.

—Es nostalgia por la falta de noticias— terció Hermione, comprensiva, al tiempo que se sentaba a su lado y tomaba su mano.

—Sí, supongo que sí— aceptó Harry, consolado por la calidez que le ofrecía su hermana—. Es que ya hace casi tres meses que partió y no he sabido nada— suspiró.

—Es normal— razonó Lily Potter—. Recuerda que en Moribia no tienen telégrafo, así que la única forma en que pueden comunicarse es por carta, y el correo viene por barco, así que es muy lento— les sonrió a sus hijos con ternura—. Anímense, hoy su padre iba a pasar por la oficina de correos, a lo mejor trae buenas noticias.

—Pues sí, aquí llegó su padre, el cartero, y creo que sí son buenas noticias— Harry y Hermione dieron un salto y corrieron hacia el Marqués Potter, quien acababa de llegar y, sonriente, sostenía unas cartas en su mano—. Vaya, creo que nunca había sido recibido en esta casa con tanto entusiasmo— comentó, al tiempo que daba un sobre a Hermione y a Harry un paquete mucho más grueso. Al ver que la chica miraba extrañada ambos paquetes, el hombre comentó, risueño—: Lo siento, hija, tu capitán puede que sea excelente soldado, pero es un escritor muy perezoso.

—No te pongas triste— dijo Harry, tratando de consolarla—. Es que Severus sabe cuanto me gustan las aventuras, seguramente me ha detallado todo lo que pasó en la travesía— le dio un abrazo y una amplia sonrisa—. Lo importante es que nos escribieron, ¿no?

—Sí— la chica también sonrió con felicidad, al tiempo que cada uno se iba a un rincón a leer sus respectivas cartas.

—Y hasta aquí llegó la atención para su pobre y viejo padre— se lamentó James, al tiempo que se inclinaba a dar un beso a su sonriente esposa—. También traje algo para ti, amor.

—¡Oh, carta de Neville!— exclamó la dama, encantada, al tiempo que rasgaba el sobre y empezaba a leer.

Mientras toda su familia leía, ensimismada, el Marqués se dirigió al barcito y se sirvió una bebida, para luego sentarse al lado de su esposa y relajarse, paladeando la sensación que siempre sentía al regresar a su hogar.

>>James, escucha esto. A Neville lo destinaron a Turquía.

—Sí, él y su regimiento pronto estarán instalados allí.

—¿Lo sabías?

—De hecho, yo lo propicié; llamé a un par de amigos y pedí algunos favores. Quiero que Neville esté cerca de Moribia.

Ante la declaración, no sólo su esposa sino también Harry y Hermione apartaron la vista de sus cartas y se fijaron en el hombre.

>>¿Por qué me miran así?— se defendió, todavía sonriendo—. ¿Acaso pensaron que iba a dejar que mis dos hijos menores se fueran al fin del mundo sin hacer nada para tenerlos protegidos?

—Papá, no creo que sea necesario que…— empezó Harry.

—No sabes lo que te vas a encontrar allí— argumentó el Marqués—. Yo me siento más tranquilo sabiendo que Neville está en Turquía y puede auxiliarte en caso de necesidad.

—Para ser sincera, yo también me quedo más tranquila— confesó Lady Lily—. Gracias.

—Bueno, Severus quería el apoyo de Inglaterra— comentó Harry—. Espero que ahora no se queje de tener a padre y a Neville respirando sobre su nuca— terminó, con una mueca de resignación que hizo soltar la carcajada a toda su familia.



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Cuando llegó la hora de dormir, Harry había corrido a su cuarto con el paquete de cartas fuertemente apretadas contra su corazón. Quería volver a disfrutarlas, esta vez en la soledad de su cuarto, para poder soñar tranquilamente con el hombre que amaba.

Tomó la primera, y depositando un suave beso sobre la hoja llena con la elegante letra de Severus, empezó a leer.


Hola, amor

Dios, hace apenas unas horas que dejé de verte y ya te extraño tanto.

No sabes cuantas veces, durante el recorrido hasta el puerto, estuve a punto de ordenar al cochero que se diera la vuelta, para regresar a Londres y quedarme ahí hasta que pudiera traerte conmigo.

¿Qué me diste, mi pequeño jardinero, para hacer que me enamorara así de ti?



Harry suspiró profundamente, al tiempo que tomaba su colgante y lo llevaba a sus labios.


Te extraño tanto que, a pesar que es de noche y tengo que alumbrarme con un quinqué, lo único que logró calmar mi corazón fue empezar a escribirte estas líneas.

Estoy en mi camarote, que por cierto, cuando viajes tú voy a ordenar que te destinen este rinconcito. Es muy chiquito, apenas una cama, una mesita y una pequeña estantería que voy a llenar de libros de aventuras para que no te aburras durante el viaje.



Harry sonrió con deleite, al pensar que Severus recordaba cuanto le gustaban esas historias.


Pero pese a ser chiquito, lo elegí porque desde sus claraboyas puedes observar una preciosa vista cada amanecer. Cuanto quisiera que la pudieras ver conmigo, aquí desde mi cama.


Harry enrojeció fuertemente.


Supongo que en estos momentos debes estar todo ruborizado; perdóname, mi amor, no pude evitar ese pensamiento, te amo y te anhelo tanto. Voy a contar cada minuto hasta que puedas estar conmigo.

Ahora me voy a dormir, quiero soñar contigo.

Dulces sueños, mi pequeño

Te ama

Severus



Mientras una lágrima de emoción bajaba por su mejilla, Harry dobló con cuidado la carta, la unió a las demás, las ató con una cinta y las puso bajo su almohada. Después se cambió y se metió bajo las sábanas; iba a tener dulces sueños, pues iba a soñar con su amor.



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Mansión Malfoy
Anktar—Moribia



Un hombre rubio, vestido de negro y con una capa de viaje, salió de la Mansión Malfoy y se subió al lujoso coche que esperaba en la entrada. Al momento, un segundo coche partió, siguiéndolos.

Desde el interior de la casa, Lucius Malfoy sonrió con ironía, eran tan predecibles. Luego, cubrió su cabeza y espaldas con su capa de viaje y salió por la parte de atrás, galopando a toda velocidad. Quince minutos más tarde, se encontraba en la casa abandonada, sentado ante una tosca mesa de madera, con una serie de planos desperdigados sobre ella.

—Bueno, señores— dijo a los hombres que rodeaban la mesa, mirando todo con atención—. Ha llegado el momento, mañana por la noche asaltaremos el Palacio Real— señaló un punto en el plano—. Esto es lo que vamos a hacer…



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Gotitas musicales

De Edvard Grieg, de Peer Gynt, La Mañana y Salón de la Montaña del Rey, 1875
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