alisevv
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| Tema: El amor que salvó un reino. Capítulo 7. Unos se van y otros se quedan Lun Jul 07, 2014 6:30 pm | |
| Mansión Potter Londres
Harry tomó una carta al azar. No importaba cual, todas eran tan hermosas. Todas ellas le daban tanta paz a su corazón.
Hola amor
Ya quince días navegando en esta balsa, como la llama Sirius, y extrañándote como loco. No veas cómo se burla mi supuesto amigo, dice que cuando lleguemos a Moribia, en lugar del puesto de Rey voy a tener que aspirar al de escribano. Yo lo ignoro, y de hecho he tratado que me imite y le escriba un par de letras a Hermione, pero con él es imposible. Pero no te preocupes, antes que lleguemos voy a hacer que escriba aunque sea a punta de pistola, que no quiero ver triste a mi cuñada.
Ayer hubo una tormenta terrible, la más fuerte que he presenciado en mi vida…
Harry frunció el ceño, la verdad era que eso de las tormentas no le gustaba para nada.
… pero no te inquietes, el Josser es un barco fuerte y el Capitán un excelente marino, nos va a llevar sin problema hasta puerto seguro. Esta mañana, la cubierta y las bodegas amanecieron hechas un asco, así que aunque la tripulación protestó, escandalizada, Sirius y yo nos pusimos a ayudar a organizar todo ese lío, contentos de poder hacer algo de ejercicio. No sabes lo bien que me sentí después de estar mis dos buenas horas trapeando la cubierta.
Harry sonrió de sólo imaginar la cara que hubieran puesto algunos cortesanos de Londres de haber podido presenciar esa escena.
¿A que no adivinas lo que vimos hoy? … Delfines. Son muy simpáticos y juguetones, estuvieron saltando y haciendo cabriolas al lado del barco por un buen rato. Ojala los puedas ver en tu viaje, te van a encantar.
Me gustaría tanto poder ir a buscarte y hacer el viaje contigo. Es difícil, pero te prometo que si hay una mínima posibilidad de volver a ausentarme del país sin riesgo para la Corona, en cuanto se cumpla el plazo voy a estar tocando la puerta de tu mansión de Londres.
Piensa en mí, por favor.
Te ama.
Severus
Palacio de Piedra Anktar— Moribia
Las habitaciones reales estaban en penumbra, los pesados cortinajes evitando el paso de los rayos del sol, que resultaba cada vez mas molesto para los irritados ojos del anciano que reposaba en la enorme cama, jadeando de dolor.
Severus, sentado en una silla al lado de la cama, miraba con tristeza el crispado rostro del anciano. Llevando la mano a un bolsillo, jaló de una leontina de plata y extrajo su preciado reloj de bolsillo, el mismo que su padre le había regalado el día que cumpliera quince años y que para él había sido como una señal de que el Rey ya lo consideraba mayor. Verificó la hora y, suspirando con cierto alivio, lo guardó nuevamente.
Se inclinó sobre la mesita de noche y tomó un recipiente de fina porcelana china y le agregó un poco de agua. Luego, tomó una botellita de cristal y vertió unas pocas gotas en el agua; inclinándose sobre el Rey, acercó el recipiente de porcelana a sus labios, instándolo a beber.
Observó un rato al anciano, mientras acariciaba con suavidad los blancos cabellos. Al poco tiempo, la respiración del enfermo se hizo más acompasada, relajándose. Severus sonrió levemente; le desesperaba ver sufrir a su padre, pero los doctores habían sido terminantes al señalar cada cuanto tiempo podía administrársele la morfina.
Recordó con dolor la conversación sostenida con ambos hombres unos días antes. Habían intentado todo pero sin resultado. El daño producido por la prolongada exposición al veneno, unido a su previa enfermedad, habían deteriorado irremediablemente el organismo del Rey; su padre estaba muriendo y lo único que se podía hacer era darle la fuerte droga para aliviarle un poco el espantoso dolor que le torturaba.
Un suave ruido proveniente de la cama lo alertó, y al girar la vista, encontró los azules ojos de su progenitor, observándolo con expresión bondadosa.
—Gracias— musitó el anciano.
—Padre— susurró Severus, apartando un blanco mechón de la cara del Rey—. ¿Te sientes mejor?
—Cedió un poco el dolor— afirmó el hombre. Luego miró hacia la ventana cubierta con la cortina—. ¿Qué hora es?
—Poco más de mediodía.
—¿Puedes abrir las cortinas? Me gustaría ver la luz del sol— pidió en un susurro.
—La luz es muy fuerte, te podría dañar los ojos— argumentó Severus.
—Por favor, tal vez sea la última vez que pueda disfrutar el cielo azul— al ver que Severus iba a protestar, tomó su mano para callarlo—. Por favor.
El Príncipe se levantó y, acercándose a la ventana, corrió un poco los cortinajes, apenas lo suficiente para cumplir los deseos del anciano.
>>Es tan hermoso— se escuchó nuevamente la agotada voz de Albus Dumbledore—. Voy a extrañar el ver a las aves volando, son tan majestuosas. Espero que allá donde voy también existan águilas y halcones— Severus regresó a su lugar al lado de la cama y lo miró, compungido—. No te pongas triste, mi tiempo aquí ya terminó, mi alma ansía partir a encontrarse con tu madre, y me voy tranquilo pues sé que vas a tener alguien que te cuide cuando yo no esté— acarició la mejilla de Severus—. Dile a tu novio que me hubiera encantado conocerlo, y que ya lo quiero, porque incluso su recuerdo te hace feliz.
—Padre, no hables así, no te vas a morir— repitió las palabras que le dijera el día de su regreso a Moribia, pero sin la convicción de entonces.
—No, todavía no— la voz del anciano empezó a sonar somnolienta, mientras se arrebujaba en las mantas y cerraba los ojos—. Pero pronto. Ya pronto.
Sin hacer ruido, Severus se levantó y cerró los cortinajes, musitando en voz baja con mucha tristeza.
—Sí, padre, lamentablemente pronto. Demasiado pronto.
Las mazmorras del Palacio de Piedra eran definitivamente sórdidas y lúgubres. Cada celda era un pequeño espacio con las paredes y el piso de piedra, un lugar que resultaba angustiosamente caliente en verano y atrozmente frío en invierno.
La monotonía de las duras paredes sólo era rota por las telarañas y una minúscula abertura, horadada en la roca viva y cubierta con gruesos barrotes, que apenas ofrecía algo de ventilación y una tenue iluminación al lugar durante el día.
Por el piso, desagradables alimañas campeaban cual minúsculos reyes en su territorio, luchando por obtener las míseras migajas que pudieran desprenderse del plato de los allí detenidos.
Cada celda era individual, y su único mobiliario consistía en un estrecho y duro catre, y sobre éste una ligera manta, que no deslumbraba precisamente por su limpieza.
Las mazmorras habían sido utilizadas con frecuencia por los antiguos dueños del castillo, en viejas épocas donde la crueldad había campeado a su gusto entre la humanidad, y buena evidencia de ello era la sala de tortura, que se encontraba muy cerca de la sección de celdas, y aunque se había conservado intacta ya no era utilizada.
Hacía ya muchos años, se había construido una prisión más moderna y humana, por lo cual esa área del castillo se utilizaba muy ocasionalmente, y siempre por pocas horas, mientras se gestionaba el traslado de algún detenido hacia la prisión, que quedaba fuera de la ciudad.
Así, en ese momento, la única prisionera de todo el castillo era Minerva McGonagall. Se encontraba sentada en un rincón de una de las celdas; cansada de gritar y maldecir, se había tirado al piso y, encogiéndose sobre si misma, había rodeado sus piernas con los brazos y enterrado la cabeza en su falda, rumiando agotada su furia y dolor. Y recordando su vida, una vida que había sido trastocada por el maldito Albus Dumbledore.
Dos jóvenes de dieciocho años se encontraban conversando en una pequeña terraza, en un soleado día de primavera. Mientras una de ellas conversaba sin parar, la otra la miraba con una suave sonrisa.
—¿Te imaginas, Eileen? Nuestro primer baile en palacio— decía una joven larguirucha de pelo castaño y lentes—. Vamos a poder bailar y conversar con los chicos, ¿no es maravilloso?
—Sí, y también vamos a poder ir al teatro y al ballet, y a las exposiciones de pintura y…— contestó su prima, una dulce joven de cabello y ojos negros.
—Tú siempre pensando en esas cosas tan aburridas— la interrumpió la otra, con un gesto desdeñoso—. Lo increíble es que vamos a poder encontrar un buen partido y casarnos; un noble que nos haga obsequios y nos halague. Y te voy a decir algo— bajó la voz como si le fuera a contar un secreto—, voy a tratar de conquistar al Príncipe Albus.
—¿Al Príncipe?— la muchacha de pelo oscuro la miró, desconcertada—. Pero Minerva, ni siquiera lo conoces.
—¿Y eso qué importa?
—Claro que importa. No sabes si lo vas a amar. A lo mejor ni siquiera te gusta.
—Oh, eso no es importante— desestimó la otra chica con un gesto—. Lo importante es que pronto se convertirá en Rey y yo seré Reina.
Minerva McGonnagal subió una sucia mano a su rostro y se limpió con furia una lágrima furtiva antes de regresar a sus recuerdos.
¡No lo puedo creer!— gritaba Minerva, al tiempo que estrellaba un frasco contra la pared de su cuarto. Luego, regresó sus furiosos ojos hacia su prima—. ¿Cómo pudiste hacerme esto?
—Minerva, yo no….
—Sabías que yo lo quería para mí, maldita sea, y tú me lo quitaste. Eres una traidora.
Eileen se envaró y alisó los pliegues de su vestido.
—Me enamoré, Minerva, y Albus se enamoró de mí— replicó con dignidad—. Tú lo querías contigo por motivos egoístas; de haberte casado con él, hubieras sido infeliz y él también— caminó hacia la puerta y antes de salir, agregó—: Yo te quiero, Minerva, y quiero tu bien. Ojala algún día entiendas lo equivocado de tu actitud y puedas ser feliz.
—Me lo pagarás— juró la joven, mirando a la puerta por la que había salido su prima—. No sé cuándo, ni cómo, pero me lo pagarás.
Minerva McGonnagal se levantó del catre y se dirigió a la puerta de su celda. Empezó a golpearla nuevamente, gritando sin control.
—¡Ábranme, malditos!— los gritos resonaban en el vacío lugar—. ¡Yo no debo estar aquí!— se dejó caer al piso, sollozando contra la puerta y gimiendo en voz baja—. Yo debí haber sido su Reina. Su verdadera Reina.
Minerva caminaba por los pasillos del Castillo de Piedra. Vestida completamente de negro y sin adorno alguno, y con una seriedad y una hosquedad impropias de su edad, parecía mucho mayor que lo que era en realidad. Llegó a la puerta del estudio principal y pidió hablar con el Rey. Momentos después, el guardia le daba permiso para entrar.
—Minerva— la mujer hizo una leve reverencia—. No, por favor, eso es innecesario— le dijo Albus, guiándola hasta unos cómodos asientos—. Lamento muchísimo la pérdida de tu padre.
—Gracias, Majestad.
—Por favor, somos de la familia. Llámame Albus. ¿Una taza de té?— luego que el propio Albus sirviera el té, se recostó en su sillón y miró fijamente a Minerva—. Eileen me dijo que necesitabas un favor— la mujer asintió en silencio—. ¿De qué se trata?
—Verá, Su Majestad— ante una mirada del hombre, rectificó—… Albus, yo quería ver si había posibilidad de quedarme en palacio.
—¿En Palacio?— repitió el Rey, alzando una ceja, extrañado—. Por supuesto que sí. ¿Pero por qué no le preguntaste a Eileen? Sé que ella estará más que encantada de tenerte aquí.
“Porque no quiero deberle nada a esa maldita”, pensó, pero en voz alta sólo dijo:
—Preferí hablarlo contigo— bajó los ojos con fingida timidez—. Espero no haberte molestado.
—No, claro que no— Albus tomó su mano, sonriendo—. Me parece estupendo que vivas en palacio, Eileen está esperando nuestro primer hijo y tu compañía va a ser de mucha ayuda, estoy seguro que ella estará encantada.
Minerva quería gritar. Albus Dumbledore le acababa de nombrar Dama de Compañía de su esposa, iba a ser la sirvienta de su apestosa prima. En su rencor y egoísmo, no fue capaz de entender que Albus estaba muy lejos de verla como una sirvienta; para él era alguien de confianza que estaría al lado de su esposa, cuidándola, cosa que en verdad le tranquilizaba.
La mujer respiró profundamente para calmarse. Necesitaba vivir en palacio, no importaba qué tuviera que hacer para lograrlo. Era su única oportunidad de tratar de conquistar al Rey y hacer que se olvidara de Eileen para siempre.
Agotada, la presa se alejó de la puerta y regresó al camastro, acostándose. Se rió con ironía; había soñado con ser la Reina de ese palacio y terminó ocupando una mugrosa mazmorra.
Habían pasado siete largos años y Minerva no sólo no había conseguido su propósito de conquistar al Rey sino que estaba más lejos que nunca de lograrlo.
Hubo un momento en que creyó alcanzarlo. Dos años antes, Lucius, un hijo ilegítimo del Rey, había llegado a vivir al Palacio. Era un muchachito rencoroso y manipulable, y ella había aprovechado esa animosidad para ponerlo en contra de Eileen y de Severus, su maldito mocoso. Pero ni siquiera eso había dado resultado y ahora su prima estaba nuevamente en estado y a punto de parir, y ella y Albus lucían más enamorados que nunca.
Pero esa situación iba a cambiar. Antes no había querido llegar a medidas tan drásticas pero ya veía que era su única alternativa. Tendría que deshacerse de su prima y que el demonio se apiadara de su alma.
—Pero nada sirvió— Minerva sollozaba contra el camastro—, ni siquiera condenando mi alma logre que Albus se acercara a mí. Prefirió quedarse solo, penando por el amor de su querida Eileen. Te odio, Albus Dumbledore— musitó contra el catre—. No tienes idea de cuanto te odio.
Amparados bajo el manto de la oscuridad, muchas figuras se deslizaban por las estrechas calles de la ciudad, cuyos habitantes dormían plácidamente, ajenos al hecho de que pronto sus vidas iban a cambiar indefectiblemente.
Varias de esas figuras se quedaron vigilando las calles, previendo que algunos ciudadanos, aquellos que defendían el derecho de Severus Dumbledore Snape como legítimo heredero, pudieran intentar protegerlo una vez se dieran cuenta que el castillo estaba siendo invadido.
El resto siguieron hacia el palacio, dispuestos a arrasar con todo lo que encontraran a su paso. Los guardias que estaban de vigilancia en el palacio apenas pudieron dar la voz de alarma antes que fueran vilmente asesinados; la Guardia Real salió de inmediato y pronto se pudo observar una encarnizada lucha en los primorosos jardines de la residencia real.
Mientras un grupo se enfrentaba a los guardias en el exterior, la mayoría empezó a forzar las puertas y ventanas del palacio, y al poco tiempo, la lucha ya era sostenida en el vestíbulo de la residencia.
La toma del Palacio Real acababa de comenzar.
Minerva McGonagall escuchaba ansiosa los ruidos de gritos y maldiciones que, algo amortiguados por la distancia, llegaban a la mazmorra donde ella estaba encerrada. Cuando estaba a punto de gritar para que un guardia le explicara qué pasaba, escuchó unas fuertes pisadas que bajaban por las escaleras.
—¿Crees que aquí haya alguien encerrado?— preguntaba una voz pastosa.
—Lo dudo, pero el jefe dijo que liberáramos a los que hubieran y los armáramos para que ayudaran— contestó el otro, registrando una celda—. Ésta está vacía.
“¿Liberar a los presos?” , pensó la mujer con una sonrisa malvada, antes de empezar a gritar.
—Aquí— su voz chillona hacía eco en las paredes—. Estoy aquí.
Pronto, un hombre de rudo aspecto, armado con un rifle y con una espada al cinto, abría la puerta de su celda.
—¿Tú quien eres? ¿Por qué estás aquí?
Sin contestar, Minerva dio un salto y, tomándolo por sorpresa, se escurrió al lado del recién llegado, corriendo hacia la escalera como alma que lleva el diablo.
>>Ey, vieja maldita, ¿a dónde vas? Espera.
Estaba a punto de seguirla cuando le detuvo la voz de su compañero.
—Déjala, es inofensiva. Vamos a ver si encontramos a alguien más.
La mujer siguió corriendo escaleras arriba, atravesó el vestíbulo principal, donde en ese momento se desarrollaba una batalla encarnizada, y al llegar al otro extremo, se agacho a recoger un cuchillo que había en el suelo, junto a la mano de un hombre muerto.
Luego de eso siguió por un pasillo lateral, introduciéndose en uno de los pasadizos secretos del palacio. Su meta: las habitaciones de Albus Dumbledore. Su objetivo: completar su venganza.
A diferencia del vestíbulo, donde la lucha se planteaba a espadas y cuchillos, en el salón de baile la situación era muy diferente.
Los invasores, situados tras una barricada formada por muebles, estatuas y cuanto objeto sólido habían logrado conseguir, disparaban con saña a los defensores del lugar, quienes ocultos tras una barricada similar, defendían el bastión más preciado del castillo: las escaleras que conducían a los aposentos reales.
Sirius, al mando de la defensa, se escurrió con presteza hasta el punto desde donde Bill y Draco disparaban sin parar.
—No podremos detenerlos mucho más tiempo— comentó con premura—. Draco, necesito que subas a la habitación del Rey y lo despiertes. Bill, tú ve a la habitación de Severus; sin que supiera le puse una fuerte droga para dormir en el café, seguramente ni este jaleo pudo despertarlo.
>>Luego quiero que los cuatro salgan por el pasadizo secreto que va a las caballerizas y huyan hacia las cuevas de las montañas. Allí nos reuniremos más tarde.
—No podemos dejarte en esta situación— protestó Draco.
—Es indispensable proteger a la familia real, Draco, tú incluido— al ver que ninguno de los hombres hacía movimiento alguno por obedecer, repitió con acento duro—. ¡Que vayan he dicho!— luego hizo una mueca que quería ser sonrisa—. Prometo que nos reuniremos en las cuevas muy pronto, ésta no es una buena noche para morir. ¡Andando!
En el vestíbulo, Barty Crouch había observado cómo Minerva McGonagall recogía el cuchillo del suelo y escapaba por el pasillo. Como siguiendo una intuición, acabó de una estocada con el guardia al que se enfrentaba y corrió hacia el pasillo. Caminó un buen trecho, hasta encontrarse una armadura tirada en el piso, la que a las claras había estado ocultando una puerta simulada en la pared, que ahora se veía claramente.
Entró por la pequeña puerta y siguió por un oscuro pasadizo, tanteando las paredes para no tropezar. Luego de múltiples vueltas y subidas, cuando ya se arrepentía del impulso que lo había llevado a seguir a esa mujer, observó otra pequeña abertura, a través de la cual le llegaba el tenue resplandor de la luz de una tea encendida.
Respirando con alivió, salió al elegante pasillo y miró a su alrededor. De pronto, sonrió con satisfacción, definitivamente el demonio debía estar de su parte. En silencio, se escondió detrás de un saliente y observó.
Draco caminaba con presteza por el pasillo. Cuando llegó a la puerta de los aposentos del Rey, miró con horror el cuerpo del guardia real, tirado frente a la puerta y sangrando abundantemente por una herida a la altura del corazón. Se inclinó y comprobó sus signos vitales; estaba muerto.
De inmediato, llevó la mano a su cintura y sacó su pistola; entonces, una voz resonó a su espalda.
—Suelta esa pistola y date la vuelta muy despacio— Draco se tensó como una vara pero no hizo movimiento alguno. En ese momento se escuchó amartillar un arma—. ¿Quieres comprobar si está cargada?
Con cuidado, Draco soltó su propia pistola y giró en redondo, para encontrarse con la mirada lujuriosa y la sonrisa burlona de Barty Crouch.
>>Definitivamente, hoy es mi día de suerte. Encantado de conocerte, Draco Malfoy. Justo a ti te estaba buscando.
Bill dobló una esquina y se acercó a una elegante puerta de madera. Momentos antes, se había separado de Draco, con la intención de despertar a Severus y reunirse posteriormente con el joven rubio y el Rey en los aposentos reales.
Empujó la puerta y entró, dirigiéndose a la cama con rapidez.
—Parece que la droga que te puso Sirius es realmente efectiva— murmuró en voz baja, al ver que el Príncipe estaba acostado en la cama, todavía con su ropa y las botas puestas—. Ni siquiera pudiste cambiarte— lo miró un momento con ternura antes de apresurarse a cumplir su cometido.
>>Su Alteza— llamó en voz alta, zarandeando el hombro de Severus, sin resultado alguno—. Príncipe Severus— llamo, y zarandeó más fuerte pero nada. Al fin, tomó un recipiente con agua que había sobre una mesa y bañó el rostro del durmiente.
—¿Qué… que pasa?— Severus se despertó, sobresaltado, enfocando su mirada extraviada sobre el hombre pelirrojo—. ¿Bill?
—Sí, Su Alteza, soy yo.
—¿Pero qué haces aquí?— frunció el ceño, molesto—. ¿Y por qué me mojaste?
—Vine a buscarlo, Alteza. Tiene que huir.
—¿Huir?— repitió Severus, sacudiendo la cabeza para espantar el sueño y sacudir el exceso de agua—. ¿Cómo que huir? ¿Por qué?
—La gente de Lucius Malfoy invadió el castillo— explicó Bill mientras Severus saltaba de la cama y buscaba su pistola—. Sirius y los guardias los están deteniendo, pero no sabemos por cuanto tiempo podrán resistir. Debe huir enseguida.
—¿Abandonar mi castillo y a mi gente?— el hombre frunció el ceño con más fiereza—. Jamás. Lo que voy a hacer es ir a luchar.
—No puedo permitirlo, Su Alteza— Bill se plantó, impidiéndole el paso.
—¿Que tu qué? Sal de mi camino de inmediato.
—Alteza, usted no puede…— el hombre lo apartó y se encaminó a la puerta—. Alteza— llamó de nuevo Bill, pero nada—. Severus, por favor, al menos escúchame un momento— el otro se paró con la mano en el pomo de la puerta—. Severus, lo que esa gente quiere es acabar con la familia real. Si los atrapan a ustedes, estamos perdidos. La única posibilidad de Moribia es que su Príncipe legítimo quede con vida; desde las montañas podremos reorganizar a la gente y retomar el trono, pero ahora es el momento de partir.
—Con que se vayan el Rey y Draco es suficiente.
Bill tomó al hombre por un hombro y lo giró hacia él.
—No lo es y lo sabes. El Rey está muy enfermo y Draco es fértil, ninguno de ellos tiene la fuerza para aglutinar a la resistencia y recuperar el trono, te necesitamos con vida.
Severus quedó pensativo, luchando entre la sensatez de lo que decía Bill y su deseo de ir a pelear. Al final, ganó la sensatez y asintió con la cabeza.
—¿Dónde está Draco?
—Fue a buscar al Rey, quedé en reunirme con él frente a sus habitaciones.
—Vamos entonces.
Minerva McGonagall estaba frente a la cama del Rey dormido, los ojos desorbitados y el cuchillo ensangrentado en la mano. Se acercó sigilosamente, disfrutando anticipadamente el placer que iba a sentir al acuchillar ese pérfido corazón.
Al llegar a la cama, observó atentamente el rostro del anciano. Se veía tan placido y feliz. No, no iba apuñalarlo mientras dormía, quería ver el miedo y la angustia en esos malditos ojos cuando lo hiciera.
Poniendo la punta del cuchillo a la altura del corazón del Rey, llamó en voz alta.
—Albus Dumbledore, despierta.
Ni un movimiento en el durmiente.
—Dumbledore, despierta— repitió sin éxito, el Rey ni siquiera se movió.
Extrañada, observó su pecho. Tampoco se movía.
Con furia en los ojos, levantó el cuchillo y buscó por el cuarto con desesperación. Al fin, encontró un espejo y lo puso sobre la boca del anciano. No hubo cambio.
—No, no, no— gritó enloquecida, mientras golpeaba el pecho del Rey con sus puños cerrados—. No puedes haberte muerto, maldito. No antes que yo te matara. Noooooo.
—Ahora, joven Malfoy— decía Barty Crouch, acercándose a Draco y acariciando su mejilla en un gesto que al joven rubio le revolvió el estómago—, tú y yo vamos a salir de este palacio. Mi jefe va a ser muy feliz contigo— bajo su mano por su pecho hasta ir a recalar en su entrepierna y Draco casi vomitó—. Aunque creo que primero yo me voy a divertir un rato. Pero éste no es el sitio adecuado— empujó su arma contra sus costillas—. Empieza a caminar, rubito.
Mientras Draco pensaba, desesperado, en cómo salir de ese atolladero, por una esquina aparecieron Severus y Bill.
—Suéltalo, canalla— gritó el Príncipe, apuntándolo con el arma.
Crouch tomó a Draco por el cuello y puso el cañón de su arma sobre su sien.
—Si se acercan más, lo mato— gritó, desafiante—. Este rubito y yo vamos a salir y ustedes dos no van a hacer nada para impedirlo, a menos que lo quieran muerto. Tiren sus armas y….
Nunca se supo qué más iba a decir el hombre, pues en un rápido movimiento, Draco le dio un fuerte codazo; doblado por el dolor, Crouch aflojó el agarre sobre el joven que de inmediato se tiró al piso. Lo siguiente que se escuchó fueros dos disparos de pistola, y Barty Crouch se desplomaba en el suelo.
—¿Estás bien?— preguntó Severus cuando se acercó a Draco, ayudándolo a levantarse.
—Sí, pero mi abuelo está en peligro— informó Draco, señalando al hombre muerto en la puerta, que por la premura de la situación, Bill y Severus no habían notado—. Debemos darnos prisa
Pero cuando entraron, los recibió la imagen más desoladora. El cuerpo de Albus Dumbledore estaba acostado y sobre su pecho el puñal ensangrentado.
—¡Dios, lo mataron!— exclamó Draco en agonía.
—No— declaró Severus, que en ese momento revisaba el cuerpo, su fría voz intentando disfrazar la tristeza y el coraje que sentía—. Alguien lo intentó pero llegó tarde. Dios se le adelantó.
—Alteza, Draco, lamento tener que decirlo pero debemos irnos ya— declaró Bill con apremio.
Severus se inclinó sobre la cama y tomó el cuerpo de su padre en brazos.
—¿Qué haces?— preguntó Draco, intrigado.
—No pienso dejarlo aquí. Mi padre merece un buen funeral y por Dios que se lo pienso dar.
—Va a ser más complicado huir con él— comento Bill. Severus lo miró con tal fiereza que se estremeció—. Está bien, ahora tenemos que encontrar el pasadizo que lleva a las caballerizas.
—Síganme, todos los aposentos de la familia tienen un pasadizo secreto que llega hasta allí— Severus se dirigió al fondo de la habitación, donde se encontraba una puerta. Al ver que estaba abierta, frunció el ceño—. Al parecer, quien atentó contra mi padre conoce muy bien el castillo. También escapó por aquí.
—Yo iré primero— indicó Bill—. No sabemos qué podemos encontrar.
Un rato después, Severus y Draco cabalgaban a toda velocidad hacia las montañas y Bill regresaba al castillo. Ni muerto iba a abandonar a sus compañeros sin luchar.
—Bill, que demonios haces aquí— imprecó Sirius cuando el pelirrojo regresó al salón de baile.
—Severus y Draco ya van camino de las montañas. El Rey murió— Sirius frunció el ceño ante la noticia—. Y yo regresé a luchar.
Sirius tenía muchas cosas que decir, pero ya habría tiempo.
—La familia real está a salvo y nosotros ya no podemos sostener más esto, debemos salir de aquí antes que les lleguen refuerzos— gritó el Capitán Black a todos sus hombres—. Va a ser una lucha a muerte.
—A muerte— gritaron todos, y entonces la pelea realmente comenzó.
Mansión Potter Londres
Harry daba vueltas en la cama sin lograr calmarse. Desistiendo de la idea de intentar conciliar el sueño, se incorporó y encendió el quinqué que había al lado de su cama. Luego, extrajo una carta de su amado paquete y empezó a leer.
Hola amor
Mi viaje ya está llegando a su fin, en pocas horas llegaremos a puerto.
Estoy tan ansioso y aprensivo. Si estuvieras aquí, sólo ver tus hermosos ojos lograría calmarme.
El viaje terminó muy tranquilo, pero Sirius está desesperado por bajar del barco y debo confesar que yo también. Fueron demasiados días donde lo único que veíamos a nuestro alrededor era agua, peces y gaviotas. Me muero por montar en mi caballo y echar una buena galopada.
Voy a dejar esta carta en el puerto, para que salga en el primer barco que zarpe. No te pongas triste si no tienes noticias mías con frecuencia, sabes que te amo con todo mi corazón
¡Dios, mi pequeño jardinero, cuanto te extraño!
Te ama
Severus
Con manos amorosas, Harry dobló cuidadosamente la carta y nuevamente la unió a las demás. Pensó en tratar de dormir pero no tenía caso, el sueño parecía haberse espantado completamente.
—Quizás un vaso de leche caliente ayude— musitó en voz alta, y decidido, se puso la bata sobre la ropa de dormir y salió en dirección a las cocinas.
Al pasar frente a la habitación de Hermione, observó que la puerta estaba entreabierta y había una suave luz en su interior. Intrigado y un tanto preocupado, empujó suavemente la puerta, encontrando a su hermana, sollozando en brazos de su madre.
—Sirius, no, no….— susurraba, mientras Lily la mecía con ternura. Harry sintió un nudo de angustia en su corazón.
—Hermione, mamá, ¿qué pasó?— preguntó el joven, preocupado, sentándose en la cama al lado de su hermana.
—La doncella de Hermi me avisó— explicó su madre—. Tu hermana gemía y llamaba a Sirius en sueños. Parece que fue una pesadilla
La joven se alejó de su madre y enterró el rostro en el hombro de su hermano, gimiendo acongojada.
—Tengo miedo, Harry— musitó, angustiada—. Soñé que Sirius corría un gran peligro, un peligro de muerte.
—Fue sólo un tonto sueño— la consoló el joven, acariciando sus bucles castaños—. Parece que te pegué mi intranquilidad, pero verás que todo está bien.
—¿Tú crees?— preguntó como si tuviera cinco años.
—Claro que sí— replicó, mientas la mecía con suavidad y rezaba porque en verdad todo estuviera bien—. Estoy seguro que tanto Sirius como Severus están perfectamente bien.
Gotitas de música
La primera gotita que quiero ponerles es el tema de la película Much Ado About Nothing (Mucho Ruido y Pocas Nueces) No sólo el tema sino también la peli es hermosa, la recomiendo ampliamente.
De Patrick Doyle, Mucho Ruido y Pocas Nueces, 1993
De Sergei Prokofiev, Romeo y Julieta, Danza de los caballeros, opus 64 (1936)
De Giacomo Puccini, Madame Butterflay, Un bel di vendremo, (1904)
Última edición por alisevv el Lun Mar 07, 2016 1:03 pm, editado 6 veces | |
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