alisevv
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| Tema: The Blesséd Boy. Capítulo 9. Magos y Muggles Sáb Mar 13, 2010 6:44 pm | |
| A mediados de septiembre, cuando la estación turística comenzaba a llegar a su fin, Abigail invitó a Harry a que pasara un día con James y ella.
—¿No prefieren estar solos?
La chica se echó a reír.
—Me encanta estar a solas con él… y no vayas a decírselo a todo el mundo —agregó, dándole un codazo en las costillas—. Pero creo que te gustaría conocer un poco más de la isla antes que llegue el invierno, y James se ofreció. Le caes bien.
—Él no me conoce —argumentó Harry, vacilante.
—Sí lo hace. Le he contado el gran tipo que eres, Harry. Eres mi amigo —Abigail le dio un rápido abrazo—. Sabe que tú no andas tras de mí —terminó, guiñándole un ojo.
—Oh. Quieres decir…
—Le dije que tú estás con el maestro Snape.
Harry abrió los ojos como platos.
—Pero… ¿los muggles no ven eso raro? Ya sabes, dos hombres juntos… Además, en todo caso, no sé si al maestro Snape le gustaría que los muggles supieran sobre nuestros asuntos.
—Tienes razón. Sólo le conté a James, y le dije que lo mantuviera en secreto. Confío en él. Algunos muggles son suspicaces respecto a las relaciones de miembros del mismo sexo, pero James es un buen hombre y acepta que algunas personas son diferentes.
Al final, ante la insistencia de Abigail, Harry aceptó la invitación. Ella también le dijo que pidiera permiso al maestro Snape.
—Tienes derecho a un día libre. Scylla fue al Callejón Diagon la otra semana, y escuché que va a ir a visitar a su familia la próxima semana.
Esto era nuevo para Harry. No pensaba que tendrían días libres, y no había visto que el maestro Snape tomara ninguno, a menos que se contaran las veces que se ausentaba por asuntos del trabajo. Al menos, le había dicho que era trabajo. Trató de eliminar los pensamientos suspicaces y concentrarse en su esperado día libre, que el Maestro había aprobado a solicitud de Abigail, fijándolo para el jueves.
El jueves amaneció brillante y soleado, con una fresca brisa que haría el viaje más agradable. Los días todavía solían ser calientes, por lo que Harry se alegró que no hiciera un tiempo demasiado caliente y agobiante.
—¿Vamos a llevar la carreta?
—¿Para qué? Caminaremos hasta Galmisdale —dijo Abigail.
Y así lo hicieron. Harry miró fijamente la Piedra del Sur al tiempo que pasaban por la casa de huéspedes, pensando que no había aprendido nada más sobre ella; con todas las cosas que le habían mantenido ocupado, había olvidado preguntarle al maestro Snape.
Cuando llegaron al pueblo, vieron a James parado en el embarcadero. Les saludó con la mano mientras se acercaban.
—Hola, Harry. Es bueno verte por acá. Según me dijo Abigail, has estado enterrado en casa últimamente.
—Oh, bueno… he tenido trabajo que hacer. Y también he estado estudiando.
James pareció sentir la reticencia del muchacho y no le presionó.
—Pensaba que podríamos visitar las cuevas, y luego almorzar en mi cabaña. Tienes que ver la Cueva de la Masacre.
—¿Cueva de la Masacre? Eso suena terrible.
—Sí, lo fue. Un agitado periodo de la historia de las Highlands*. Sucedió en mil quinientos setenta y siete, cuando toda la población de la isla, unas trescientas noventa y cinco almas, se refugiaron en una cueva durante un asalto. La gente de la isla pertenecía al clan MacDonalds, los asaltantes al clan MacLead. Intentaron obligar a la gente a salir de su escondite a cualquier precio, por lo que encendieron fogatas para que el humo les obligara a evacuar, pero todos —hombres, mujeres y niños— murieron asfixiados.
James les condujo a lo largo de un camino ascendente, alejándose del embarcadero. A su derecha se veía un pequeño bosque. Harry notó algunas de las últimas flores de Circaea y se acercó a examinarlas.
—¡Circaea! ¿Severus sabe que esto crece aquí?
Abigail soltó una risita.
—Por supuesto, Harry. Él mismo las recoge, o me envía a mí a hacerlo cuando son más abundantes, en Julio y agosto.
—Recuerdo haberlas estudiado en Herbología. Su nombre en latín es circaea lutetiana, llamada así en honor de la propia Circe. Es utilizada en un montón de pociones; tiene propiedades de mutación.
James le sonrió con indulgencia.
—Él es un tanto entusiasta, ¿cierto? —le preguntó a Abigail, en su zumbido suave de las tierras altas—. ¿Prepara remedios de hierbas o algo así?
La chica asintió.
—Es el pasatiempo de Harry, Jamie.
El pescador lo aceptó, feliz, y siguieron caminando. Harry se pateó mentalmente por olvidar que Jamie era muggle, pues la presencia del tranquilo hombre era muy confortante, podía comprender el porqué Abigail se sentía tan atraída por él.
Caminaron un poco más hasta llegar a una puerta de metal.
—Éste es el camino a la cueva —explicó Jamie, asegurándose de cerrar la puerta tras ellos, los isleños tenían ovejas pastando en diversos sitios.
Les guió por el sendero, junto a una pista dejada por las ovejas que cruzaban el prado cubierto de hierba. Todavía quedaban algunas plantas florecidas y mariposas revoloteando a su alrededor, y Harry imaginó que debía ser una zona encantadora en primavera e inicios del verano. Se propuso regresar de nuevo; ya se podía imaginar caminando con Severus, recogiendo hierbas, conversando…
>>Ahora, tengan cuidado, este camino puede ser resbaloso —advirtió el guía, interrumpiendo la ensoñación de Harry. Ya habían alcanzado el tope del acantilado—. Hay cuevas a todo lo largo de este borde de la isla, pero les llevaré directamente a la Cueva de la Masacre. Está al final, a la izquierda.
El camino empezó a descender nuevamente. Jamie se adelantó y le ofreció la mano a Abigail con galantería. La chica soltó una risita y Harry se ruborizó mientras también aferraba la mano cálida y grande que el pescador le había tendido para ayudarle un poco.
La Cueva de la Masacre estaba ubicada al fondo del acantilado; su estrecha entrada generaba aprensión, como si fuera el pequeño umbral hacia los infiernos. Harry tomaba su varita, listo para lanzar un lumus, en el preciso momento en que Jamie encendía una potente antorcha. Se sintió como un idiota; era la segunda vez que había estado a punto de revelar su magia. Deslizó la varita de nuevo en su bolsillo, agradeciendo que el pescador no lo notara, entretenido en utilizar la antorcha para alumbrarle el camino a Abigail.
Se encogieron para atravesar la pequeña entrada y penetraron al interior. Dentro, la cueva se amplió, permitiéndoles permanecer allí parados, rodeados por oscuridad, con excepción de la antorcha de Jamie. Harry sabía que trescientos noventa y cinco personas habían muerto allí y el peso de los sucesos pareció afectarle. Se estremeció.
—Bueno, éste no es un lugar cómodo para estar —comento el pescador al notar la reacción de Harry—. Pero todos deberían verlo. Forma parte de la isla, del mismo modo que los lugares bellos.
>>Eran épocas duras. Apenas once años después de esto, la isla repoblada fue asaltada por mercenarios españoles, trayendo muchas violaciones, muertes y pérdida de posesiones. Gracias a Dios las cosas son diferentes ahora.
—¿Podemos seguir? —preguntó Abigail—. Este lugar siempre me deprime.
Abandonaron la cueva visiblemente aliviados, cada uno perdido en sus pensamientos. Harry oraba por un poco de paz para las almas que sentía que aún permanecían atadas al lugar.
—¿Caminamos hasta el bosque? —propuso Jamie.
Los otros dos aceptaron, pensando que sería agradable, y regresaron subiendo por el acantilado, a través de los prados y en dirección a Galmisdale. En lugar de bajar hasta el embarcadero, giraron hacia el camino que seguía hasta Laig Bay y Cleadale.
—¿Cuán lejos está el otro lado? —indagó Harry.
—Dos millas y media —contestó el pescador—. Eigg mide alrededor de cinco millas de largo por tres de ancho.
—Es diminuta, ¿verdad? Apostaría que hoy día no viven trescientas noventa y cinco personas en la isla.
—No. Alrededor de sesenta almas, es todo. Y ustedes, por supuesto. Pero tenemos tiendas, una escuela, un doctor. Bien, todo lo que necesitamos, es todo caso. Por cierto, no he escuchado que ninguno de ustedes haya visitado al doctor —dijo con una sonrisa—. Deben ser un grupo muy sano.
Harry se echó a reír.
—Lo somos. Y nos tratamos con nuestros remedios de hierbas —agregó, pensando en dar un buen uso a su desliz anterior.
—Sí, bien. Si Abigail es una muestra, esas medicinas deben funcionar muy bien —comentó, lanzando una mirada de admiración a la bruja.
La chica sonrió y le besó la mejilla.
—Eres encantador, James Grant —declaró. Él también sonrió y capturó sus labios en un rápido beso.
Harry decidió examinar una interesante roca que se encontraba a un lado del camino, sonriendo ampliamente. Abigail y James eran muy dulces juntos.
Siguieron por el sendero que rodeaba la bahía y luego giraron a la izquierda, penetrando en Manse Wood. Pasaron su buena hora vagando entre los árboles del bosque, escuchando las aves, observando los árboles y plantas, y charlando. Harry se apartaba con frecuencia ‘para examinar esa mata de allí’, dando algo de privacidad a los enamorados. No se sentía incómodo, como había temido al principio, pues ellos no le hicieron sentir indeseado en ningún momento. Pero se sentía melancólico, imaginando cuán maravilloso sería ser clavado contra uno de esos árboles por Severus, ser besado a fondo en medio de la belleza y la paz de ese bosque.
—Mejor regresamos a almorzar; no sé ustedes, pero yo tengo hambre —propuso Jamie eventualmente.
Los otros dos le siguieron, ahora marchando con bastante rapidez, de regreso al embarcadero. Jamie les condujo hacia una cabaña que habían dejado atrás en su ruta hacia las cuevas. Era una construcción de piedra, blanqueada con cal, y ubicada en medio de un pequeño bosque. Entraron en la habitación del frente y el propietario les ofreció asiento en unos sillones que, aunque no hacían juego, eran bastante cómodos, antes de ir a encender la chimenea. La mano de Harry picaba con el deseo de mandar un Incendio, pero aguardó, recordándose a sí mismo que estaba en un hogar muggle. La vista de la tele en una esquina le ayudaba a recordarlo.
James regresó con una gran bandeja repleta de emparedados y tres copas de sidra. Todos estaban hambrientos, y hablaron poco, concentrados en comer.
—Son casi las tres —exclamó Abigail al ver el reloj sobre la repisa de la chimenea de James.
—Sí, nos entretuvimos un poco —replicó James—. Opino que fueron las plantas de Harry las que nos demoraron.
Todos se echaron a reír.
Cuando terminaron de comer, el anfitrión trajo té y una esponjosa torta, de la que sus invitados tomaron una rebanada y él dos. Se relajaron y siguieron charlando. Aunque James en ningún momento preguntó, Harry contó algo de su historia, aunque solamente la parte muggle.
—Será mejor que regresemos, Harry; pronto será la hora de la cena —sugirió Abigail un poco más tarde.
—Gracias por mostrarme algo de la isla, James —dijo Harry al pescador.
—Cuando quieras. Yo también lo disfruté —contestó, guiñándole un ojo—. Si alguna vez te apetece navegar, sólo ven en la mañana. Salgo alrededor de las ocho.
—Oh. Er… no soy muy bueno en el mar, me mareo un poco —admitió el chico, enrojeciendo.
—Ah, bueno. No es una vida para todos —el hombre sonaba un tanto pesaroso.
—Pero si alguna vez puedes gastar algo de tiempo mostrándome más de la isla, me encantaría.
—Bueno, eso sería agradable. Y hay muchas más de esas plantas que buscar, ya sabes.
Luego de convenir, Harry esperó afuera unos minutos, permitiendo que Abigail se despidiera de James. Era genial ser parte de la isla, y en un futuro esperaba conocer más del lugar y sus gentes. Era evidente que Abigail estaba enamorada de James, y al parecer él sentía lo mismo por ella. Sabía que alguien perteneciente a la Comunidad tendría problemas al relacionarse con un muggle, más que si lo hicieran con gente mágica, y eso le daba algo de tristeza. Deseó que pudiera haber un hechizo que convirtiera a James en un mago. | |
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