La Mazmorra del Snarry
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La Mazmorra del Snarry... El escondite favorito de la pareja más excitante de Hogwarts

 

 Una noche en la Ópera. Capítulo 2. Snape's Snake

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Snakes
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MensajeTema: Una noche en la Ópera. Capítulo 2. Snape's Snake   Una noche en la Ópera. Capítulo 2. Snape's Snake I_icon_minitimeDom Nov 06, 2011 10:22 am

sev harry

«¿No le sería más fácil meter el camarote dentro del baúl?»
Groucho Marx


Capítulo 2.

Harry pasó los siguientes meses montado en una montaña rusa sensual. Sus encuentros, cada vez más frecuentes, con su antiguo profesor, eran un cúmulo de sensaciones, habitualmente contradictorias. Sus rifirrafes verbales, llenos de sarcasmo y ponzoña, eran sucedidos por los arrebatos sexuales más irrefrenables que jamás había vivido. Y, aunque había logrado que Snape le complaciera frente a frente, siempre había tenido que pagar un precio por cada pequeña concesión. En ocasiones debía renunciar a tocarle, en otras, debía evitar besarle, pero siempre siendo mortificado con el hecho de tener que hacerlo de forma voluntaria, sin opción a recurrir a la magia. Nunca había ataduras en sus muñecas, ni mordaza en su boca, y el objeto de su deseo siempre estaba demasiado cerca de él, con lo que la frustración era casi tan grande como la excitación que conllevaba.

Pero Harry, aunque se percató, con el tiempo, de que estaba más que dispuesto a someterse a todo lo que el Slytherin le pidiera, quería más. Se había vuelto un adicto. Y como todo buen adicto, había perdido su capacidad de decir basta, de controlarse, perdiendo también su raciocinio, o el poco que había tenido nunca. Porque no era en absoluto razonable sentirse tan irresistiblemente atraído por la persona más irascible, despreciable y odiosa de todo el planeta. Ni tampoco lo era desear sentir los largos dedos, fríos y rudos, danzando frenéticos sobre su cuerpo; ni regodearse en esa ceja alzada en señal de indignado desdén; ni pensar en lamer sus labios aunque estuvieran fruncidos con desagrado; ni la excitación que le provocaba la voz suave y acerada, dándole órdenes sin parar; ni perderse en esos profundos ojos como si de un laberinto se tratara, sin importar demasiado que estuviera al otro lado de la mesa o jadeando sobre él en los instantes previos al orgasmo.

Por eso puso de forma imprudente sus esperanzas en aquella tarde, cuando vio que los ojos negros brillaban y una sonrisa curvaba los labios finos del hombre, ignorando, al parecer, el penetrante olor a estiércol y paja húmeda que les rodeaba.

—Increíble —dijo con su voz profunda.

—Entonces, ehmmm, ¿le gusta este sitio? —preguntó Harry, ilusionado.

Snape le miró, con sus ojos aún brillantes.

—Yo no diría tanto —respondió al fin—. Pero es innegable la poesía que hay en esto.

—¿En un estadio de carreras? —Rió Harry—. Esperaba cualquier cosa, pero no que creyera que es poético.

—No lo entiende, ¿verdad?

—¿Qué tendría que entender? ¿Que de pequeño siempre quiso tener un caballo? ¿Es eso?

El desafortunado comentario referente a la infancia del hombre se ganó una mirada de acero y Harry se atragantó con su propia saliva. Dirigió sus verdes ojos a la larga pista de tierra batida del circuito y suspiró.

En cada una de las ocasiones en que Harry le había enviado una lechuza a Snape para citarse había buscado un lugar distinto que visitar con el ánimo de despertar su interés, ya fuera un museo, monumentos históricos, catedrales, jardines, o incluso alguna que otra taberna legendaria, aunque en ninguno de esos lugares había demostrado demasiado entusiasmo.

—¿Por qué lo hace?

—¿Hacer el qué? —preguntó el hombre, mirándole con ceño.

—No me soporta, Snape, puedo verlo en sus ojos cada vez que me mira. Y tampoco le gustan los lugares a los que le traigo. Entonces, ¿por qué viene? ¿Por qué acepta cada una de mis citas?

—¿No es evidente? —dijo el hombre, alzando una ceja—. Por el premio de después. No es usted el único que ha vivido una larga sequía.

Snape se adelantó, dejando a Harry tras de sí con la boca abierta, anonadado.

Y herido.

De hecho, eso fue lo que más le sorprendió sentir: dolor. Una punzada, corta pero tremendamente profunda en mitad del pecho. Cierto era que todo había empezado con sexo, él mismo lo había querido así. Pero las cosas habían cambiado, Harry había cambiado, y la percepción que éste tenía de su ex profesor también. Ahora le veía como alguien más humano, más profundo, con distintas capas, todas ellas con un punto de crueldad, eso no podía negarse, pero no era la personificación del mal como siempre había creído en el colegio. Que la opinión del hombre respecto a él no hubiera variado en absoluto desde aquellos tiempos, y que únicamente le considerara un simple objeto para su propio placer sexual, le había dejado triste y abatido.

—¿Dónde debemos ponernos? —preguntó Snape al pie de unas escaleras.

Harry se acercó a él con la intención de simular que nada había pasado, que no se había roto un pequeño mecanismo en su interior.

—Podemos ir a cualquier lugar de la grada, menos a la tribuna. Esas entradas son más caras.

—¿Ha pagado por venir aquí?

—Sí, he pagado, Snape, he pagado —le soltó con amargura, y empezó a subir los peldaños.

Al final de la escalera, un hombre les esperaba para validar los tickets que Harry le ofreció, y le entregó un par de listas con las carreras de aquella tarde.

—¿Dónde le apetece sentarse? —Le preguntó Harry.

Snape le miró con el ceño fruncido.

—¿Se puede saber qué le ocurre?

—¿Por qué cree que me ocurre algo?

—Su tono no me gusta —le recriminó—. Si algo le molesta…

—Oh, no me molesta en absoluto que encuentre ridícula cada una de mis elecciones. Para nada —empezó a andar hacia la zona central de butacas dejando al hombre atrás. Las conversaciones bullían a su alrededor, y estaba seguro de que Snape volvería a protestar por la falta de intimidad y de silencio pero, a decir verdad, poco le importaba. Ya nada podía ir peor aquella tarde. Cuando notó la presencia del hombre a su lado, señaló una parte donde había varios asientos libres justo delante de todo—. Sentémonos allí, lo podremos ver bien.

Snape no le contestó, se limitó a seguirle, bajando por otras escaleras que les llevaron hasta unos incómodos asientos de madera. Cuando el hombre estuvo sentado, Harry le tendió uno de los folletos que le había entregado el portero.

—Elija un caballo de la primera carrera, voy a apostar.

Los largos dedos agarraron el papel, pero Snape siguió mirándole a él con fijeza. Una masculina voz nasal anunciaba a través de unos altavoces el inminente inicio de la carrera.

—No he traído dinero muggle —susurró.

—No importa, yo sí —murmuró Harry, impaciente—. Elija uno. Cualquiera.

—Pero entonces es su dinero, no el mío.

—Oh, ¡por Dios! —gruñó—. Yo le cambio el dinero, ¿de acuerdo? ¿Le parece bien que apueste 20 libras por usted?

—Eso son unos 4 galeones, ¿no?

—Más o menos. No tenemos mucho tiempo, la carrera va a empezar. Elija un puto caballo de una maldita vez, perdamos el dinero y larguémonos de aquí.

Snape le miró con los ojos echando chispas. Harry sabía que no soportaba que utilizara un lenguaje vulgar cuando hablaba con él, pero justamente por eso lo había hecho. No quería ser el único que se sintiera mal aquella tarde. El hombre le devolvió el folleto sin mirarlo.

—El cinco.

Harry bajó los ojos hasta la lista de caballos.

—¿Enclenque? —preguntó, al ver el nombre del équido junto al número cinco.

El hombre ignoró su pregunta y se sentó muy rígido en su asiento de madera, mirando hacia la pista, donde los caballos se dirigían, junto con sus jinetes, a las jaulas de salida.

—Como no sabía adónde veníamos no he traído los prismáticos, supongo que…

—Tenga —Harry sacó unos del bolsillo de su chaqueta y se los lanzó al regazo—. Ahora vuelvo.

El hombre de la taquilla le miró con una expresión burlona cuando vio su apuesta de 40 libras para Enclenque en la carrera que estaba a punto de empezar, pero la aceptó. Se sentó junto a Snape y perdió su mirada en el horizonte. La carrera era lo que menos le importaba. Lo único que quería hacer era marcharse a casa y pasar el resto de la tarde lamentándose por haberle llamado. Su antiguo profesor le tendió los prismáticos.

—El número cinco es el caballo negro. No creo que tengamos demasiadas posibilidades.

Harry cogió los prismáticos pero no los usó, se limitó a bufar.

—No, el tipo de la taquilla tampoco lo cree.

Snape se lo quedó mirando, pero él no quiso corresponder a su mirada. Si contemplaba sus ojos negros de tan cerca sabía que no importaría lo que el hombre dijera porque Harry perdería toda capacidad de pensar por sí mismo. Y, de momento, quería seguir enfadado con él por su falta de sensibilidad.

De pronto se escuchó un chasquido metálico y las jaulas se abrieron, dejando salir a los caballos al galope en una perfecta línea. Inmediatamente se desmarcaron dos de ellos. Snape agarró de nuevo los prismáticos y dirigió su mirada a la pista, donde los enormes caballos corrían enloquecidos bajo las órdenes de sus diminutos jinetes.

—Se está adelantando —dijo Snape, pero Harry sólo gruñó a su lado.

No miraba la carrera. No quería mirarla. El hombre se levantó de su asiento y el chico pudo comprobar lo bien que le quedaban los oscuros pantalones vaqueros sobre su delgado trasero. Snape se había apoyado en la barandilla frente a ellos y Harry aprovechó para admirar la ropa muggle que había elegido para aquella ocasión. La camisa no era oscura como otras veces, podía ver el puño blanco por debajo de su chaqueta negra, y al levantar un poco más los brazos…

—Levántese, Potter, va en cabeza.

Harry alzó un poco más la mirada hasta el rostro de Snape, que le miraba con los ojos relampagueantes.

—Deje de mirarme el culo y venga aquí —le susurró.

Ni siquiera se sonrojó por haber sido pillado comiéndoselo con la mirada, ya había superado esa fase. Snape sabía que le gustaba, y Harry sabía que lo sabía, ya que se lo había confesado él mismo. Se levantó a regañadientes y miró a través de las lentes, que le amplificaron tanto el paisaje que no pudo ver nada más que hierba y tierra. Enfocó mejor y se centró en los seis caballos que iban a galope tendido. Snape decía la verdad: el número cinco iba en cabeza.

—Vamos a… estamos a…

—Casi llegan a la meta —dijo Snape, a su lado—. Dígame qué pasa.

Harry se había quedado sin habla. Enclenque, un escuálido caballo negro, le llevaba media cabeza al número cuatro, un precioso roano, y seguía ganando distancia. La línea de llegada estaba cada vez más cerca, pero el otro caballo parecía haberse dado cuenta de que tenía pocas oportunidades si dejaba que Enclenque se alejara demasiado así que…

—¡Dígame qué pasa, Potter!

—Se está acercando, el otro caballo se le acerca. Joder, es rápido, pero sigue yendo en cabeza, está muy cerca, ¡muy cerca! ¡Ya! ¡Ya! ¡Joder, ha ganado! —Harry bajó los prismáticos—. Dios, ¡hemos ganado!

Snape le sonreía y a Harry, que le observaba encantado, le entraron ganas de besarle, olvidando su anterior malestar.

—¿Y ahora qué se supone que hay que hacer? —preguntó el hombre.

—Pues… o cobrar, o seguir apostando.

Snape le arrancó el folleto de las manos, y miró la lista de caballos.

—Dos.

—¿Todas las ganancias?

—¿Cuánto hemos ganado?

—Ni idea —confesó Harry—, no sé muy bien cómo funcionan las apuestas.

—Bueno, pues todo entonces. Recuerde, el número dos.

—Bien.

Harry volvió a apostar, y luego apostó de nuevo. Cada vez ganaban más dinero. Snape elegía al azar sus caballos y siempre resultaban ganadores. Harry estaba emocionado y eufórico, y suponía que Snape también debía estarlo, pero era mejor que él ocultando sus emociones, así que no podía estar seguro. Llevaban cinco carreras consecutivas ganando. El caballo número tres, Trotón, había llegado con la ventaja de dos cabezas a la meta. Harry se subió al asiento, dando botes como si fuera un adolescente.

—¿Qué hace, Potter? —dijo Snape, con expresión seria—. Baje de ahí.

—¡Esto es genial, Snape! —Le dijo, borracho de alegría—. ¡Eres genial!

Y le besó.

Harry estaba más alto, sólo tuvo que apoyar sus manos sobre los estrechos hombros de Snape y se deslizó junto a él, apretando su pecho contra el del hombre. Su rostro estaba helado por el frío aire de la tarde, pero sus labios eran tan acogedores y cálidos como siempre y saboreó en ellos la erótica del poder. Casi le pasó desapercibida la tensión del ex mortífago hasta que éste le apartó con violencia.

—Suélteme —gruñó, agarrándole de los brazos y haciéndole bajar del asiento hasta depositarlo en el suelo con brusquedad—. La gente nos está mirando.

Los verdes y brillantes ojos le contemplaron claramente desconcertados. Snape se apartó aún más y se acomodó en su asiento, cruzando los brazos frente al pecho. Harry miró a su alrededor.

—Nadie nos mira, Snape. ¿Qué le pasa?

—Vaya a buscar el dinero —le dijo, con los ojos fijos en la pista.

La rabia subió por su estómago y se instaló en la parte delantera de su cerebro. No podía creer que estuviera aguándole la fiesta de aquel modo.

—Así que ahora quiere marcharse.

—Sí.

—Bien.

Harry subió con el corazón palpitándole en las sienes y en los oídos. Hacer la cola de tres personas no le sirvió para calmarse y cuando llegó ante el hombre de la taquilla, que le reconoció, la ira le obligó a hacer algo estúpido. Eligió un caballo y apostó las ganancias. Ya regresaba a las gradas cuando a medio camino se encontró a Snape.

—¿Nos vamos?

—Váyase si quiere. He apostado a esta carrera.

Pasó por su lado y bajó hasta sus asientos. Se apoyó en la barandilla y miró hacia la pista, donde los caballos y sus jinetes se preparaban en sus jaulas.

—¿Y mi dinero?

—Lo he apostado también.

—De acuerdo —Snape se desplomó sobre los asientos de madera—. ¿Cuál es nuestro caballo ganador?

—Uno cualquiera.

La respuesta fue un bufido a su espalda, y a Harry volvió a bullirle la sangre. Aunque, lo que sintió entonces, no fue nada comparado con el hecho de contemplar la carrera y darse cuenta de que lo había perdido todo. Su caballo llegó el tercero.

—Supongo que la desilusión pintada en su cara significa que esta vez hemos perdido, ¿me equivoco? —dijo Snape.

Le miró con todo el rencor que pudo reunir. No se le veía ni contento ni decepcionado, tenía su expresión más hermética, y Harry no pudo evitar sentirse un idiota por no poder hacer lo mismo, por no poder ocultar sus emociones. Por no ser una máquina sin capacidad de sentir.

—No se preocupe, le pagaré su parte de lo que habíamos ganado, unas 250 libras —empezó a caminar hacia la salida, subiendo las escaleras de nuevo.

—¿Cree que me importa el dinero? —preguntó Snape a su lado.

—No sé lo que le importa, probablemente nada le importe demasiado, pero se lo daré, ¿de acuerdo? Si hemos perdido ha sido por mi culpa.

Habían llegado al final de la pista, bajaron hasta los establos y se encaminaron hacia la salida del hipódromo, pero Snape le agarró por detrás y le hizo meterse en una de las cuadras, que apestaban a estiércol de caballo.

—Le he dicho que no me importa el dinero. ¿Qué le pasa esta tarde? Se está comportando como un crío.

—Claro, yo soy un crío y usted un adulto, por eso casi le da un ataque cuando le he besado ahí arriba, ¿no?

—No me gustan ese tipo de cosas —le dijo Snape, con la mandíbula tensa.

—Ya, bueno, pues no se preocupe porque no se repetirá.

—Más le vale.

Harry volvió a sentir una presión en su estómago, y su pecho vibró por la ira, pero un torbellino se arremolinó en su cerebro cuando Snape le acorraló contra una pared y le besó con furia. Le agarró las nalgas y se las acarició de forma ruda, haciendo que la polla de Harry pulsara excitada.

Le llevó prácticamente a rastras por el suelo de la cuadra hasta llegar al último de los cubículos, mientras los caballos bufaban y relinchaban, molestos y asustados por la presencia de dos humanos desconocidos para ellos. Harry correspondía al beso con entusiasmo, incapaz de negarse a Snape, incapaz de pensar cuando toda la sangre de su cuerpo se dirigía rauda hacia su sexo.

Sin pronunciar palabra, Snape le quitó la chaqueta, que dejó sobre la paja del cubículo y le obligó a tenderse encima, mientras él se arrodillaba a sus pies. Le levantó la camiseta para besarle el pecho desnudo y los oscuros pezones. Mientras tanto, mirándole todo el tiempo fijamente a los ojos, le desabrochó los pantalones y se los fue bajando, hasta dejárselos anclados en los tobillos. Al subir de nuevo, se entretuvo en lamer la tela de los calzoncillos, y rozar con los dientes la dureza de Harry.

—Ahhmmm… Snaaaape…

El hombre se levantó.

—Quítatelos —le ordenó mientras se desabrochaba él mismo sus pantalones, no sin cierta dificultad debido a la abultada erección que guardaba debajo.

Harry le obedeció, clavándose briznas de paja en los cachetes del culo. Dejó los calzoncillos junto a los pantalones y abrió las piernas, levantando un poco las rodillas. Snape le apuntó con la varita y Harry pudo notar cómo su esfínter se relajaba. Con la práctica, habían llegado a tal entendimiento que no necesitaba lubricación para aceptarle dentro de sí.

El ex profesor elevó la varita a su alrededor, lanzando hechizos en silencio y, finalmente, la dejó junto a él, sobre el heno. Se bajó un poco los vaqueros oscuros y se arrodilló en el hueco entre las piernas de Harry. Le cogió de los glúteos y, sin ningún preliminar, se adentró en el cuerpo del joven.

Al sentirse colmado de pronto, Harry se mordió el labio inferior, intentando evitar un gemido de placer sin conseguirlo. Snape se lanzó contra su boca y él le dio la bienvenida también, enredando su lengua con la del hombre.

—No —jadeó Snape, separándose con brusquedad—, no me correspondas.

Volvió a besarle, pero en esta ocasión Harry no hizo ningún movimiento. Se dejó besar, sin mover un solo músculo, disfrutando de la cálida sensación de ser llenado por arriba y por abajo. Snape se separó y le miró a los ojos, apoyando las manos en la paja y embistiendo con fuerza contra Harry. El joven gemía sin control, notando como su centro del placer era machacado con violencia una y otra vez.

—Snaaaapee… —sollozó—. Deja… deja al menos que te toque, por favor.

El hombre sólo asintió y sus manos volaron hacia los botones de la camisa blanca y los desabrocharon con premura para poder pellizcar los pezones oscuros, rodeados de suave vello negro. Snape gimió a su vez y renovó sus envites.

Y de pronto, como salido de la nada, detrás de Snape, surgió el rostro de un hombre con una gorra de tweed. Harry se encogió y gritó asustado. El hombre le miraba directamente a los ojos.

—Snaaaape… hay, hay un hombre… me está mirando —y en ese preciso instante, un bronco gemido surgió de la garganta de su ex profesor, al tiempo que Harry era inundado con su cálida esencia.

Hubo una pausa de apenas unos segundos durante la cual el hombre fuera del cubículo desapareció de la vista de Harry sin pronunciar palabra.

—Mmmm… Potter, —dijo Snape, desplomándose sobre el chico y soltando su cálido aliento en el pálido cuello—, no pretendía acabar tan pronto, pero se ha ceñido tanto a mí que…

—Quítese de encima, ¡quítese! —gritó Harry mientras se retorcía bajo el hombre.

Snape se alzó sobre las manos, con el ceño fruncido.

—Tranquilo, puedo arreglarlo…

—¡Salga, joder!

Harry empujó a Snape hasta conseguir sacárselo de encima. Sintió cómo el hombre se retiraba de su interior con cierta brusquedad y se echaba hacia atrás pero, hasta que Snape no se levantó, no pudo subirse sus propios pantalones y calzoncillos. El ex profesor le miró desde su elevada estatura mientras él también se acomodaba la ropa.

—Sigue usted excitado, debería dejar que…

—¡No me toque! —gritó Harry, apartándose de él cuando vio que se le acercaba.

Snape retiró la mano que había tendido en su dirección y le miró profundamente ofendido.

—¿Qué cojones le pasa ahora?

—Le he dicho que había un hombre —dijo Harry, vistiéndose pegado a la pared, con cuidado de no hacerse daño, debido a su aún prominente erección.

—¿Y qué?

—¿¡Cómo que “y qué”?! ¡Que nos ha pillado!

—No sea ridículo. ¿Es que no me ha visto hacer los hechizos de ocultación?

A Harry le hervía tanto la sangre que no le escuchaba.

—Quizá ha ido a buscar a alguien. Podía habernos oído.

Snape hizo un ruido de mofa con su prominente nariz.

—Si no hubiera puesto hechizos de silencio nos habría oído medio hipódromo. Grita usted como una gata en celo.

Harry entrecerró los ojos en tanto se agachaba para recoger su chaqueta, impregnada de paja. Mientras se la ponía pudo ver que el hombre había recuperado su varita y volvía a enarbolarla, probablemente eliminando los hechizos de los que le había hablado. Por alguna razón, el hecho de verle actuar de modo tan tranquilo le enfadó más.

—Estoy harto, Snape. ¡Harto!

—Pero, ¿harto de qué?

El hombre le miraba sin comprender, más curioso que enfadado.

—De esto, ¡de todo! De su maldito exhibicionismo.

—¿Mi exhibicionismo?

—¡Sí!

—Cálmese, Potter. Y deje de gritar —susurró Snape—. Está usted histérico.

Harry perdió el poco control que le quedaba. No podía soportar que el hombre se mostrara tan calmado cuando él estaba fuera de sí.

—¡Gritaré si me da la gana! Usted y su… y su maldito empeño de que follemos en lugares públicos, ¡estoy hasta los cojones!

—Si no se calma, me veré obligado a darle un bofetón —le advirtió el hombre, dando un paso al frente.

—Es lo único que le falta hacer, Snape, pegarme. ¿Eso también le excita? ¡¿Le excita pegarme?!

¡PLAF!

El golpe le dejó sin aliento. Había sido una simple bofetada, ni siquiera le pareció que hubiera sido dada con demasiada fuerza, pero le cayó como un cubo de agua fría. Se llevó la mano a la mejilla, que le ardía, y los ojos se le empañaron.

—No se le ocurra lloriquear, Potter.

Él sabía que las lágrimas eran más por la rabia que por el dolor, pero no quería derramarlas en presencia de Snape. Antes prefería morir.

—Váyase a la mierda —le dijo entre dientes.

—Oiga, no sé qué le pasa hoy, pero está equivocado conmigo. Yo nunca le pegaría, ni a usted ni a nadie, y menos para...

—Acaba de hacerlo.

—Eso es porque estaba usted histérico, ya se lo he dicho —hizo una pausa mientras le escudriñaba con su negra mirada—. ¿Se siente mejor ahora?

—No. No me siento mejor. De hecho, me siento mucho peor. Me siento sucio y… esto se ha acabado, Snape. Hemos acabado.

—¿Qué? —preguntó el hombre, atónito.

—No quiero verle más. Se acabó.

Harry pasó junto a Snape, que ni siquiera se movió ni intentó detenerle en su avance, y salió del cubículo. Caminó sobre la paja húmeda que cubría el suelo de la cuadra, intentando evitar que las lágrimas se deslizaran por su rostro. Al llegar a la puerta del establo se giró y miró hacia Snape, que seguía allí donde le había dejado y, lejos de parecerle ofendido o molesto, por una milésima de segundo, creyó ver a un hombre solo y perdido. El efecto desapareció cuando le dirigió una dura y negra mirada que le heló la sangre.

Llegó a casa en apenas un segundo, tras desaparecerse, y rompió a llorar.

sev harry


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