La Mazmorra del Snarry
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La Mazmorra del Snarry... El escondite favorito de la pareja más excitante de Hogwarts

 

 Hijos de Valborg. Capítulo 1

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MensajeTema: Hijos de Valborg. Capítulo 1    Hijos de Valborg. Capítulo 1  I_icon_minitimeLun Sep 24, 2018 12:36 pm

Hola, hacía mil años que no pasaba por aquí, pero os dejo por aquí el último fic que escribí para un reto.

HIJOS DE VALBORG

Nota: Fic presentado al concurso “Mi pareja especial” de Amortentia Awards. El fic tenía que contener las siguientes variables: Invierno; aire; rojo; flor de pascua; escaleras.

Nota bis: Bueno, aquí vengo a contar mi rollo. Este fic tendría que haber sido un oneshot normalito de 3.000/4.000 palabras. Pero la historia, como me suele suceder últimamente, se me ha ido de las manos. Espero que, a pesar de todo, os guste. Gracias a Heiko, porque siempre me ha inspirado y apoyado en los proyectos que he emprendido. Pero sobre todo, porque ella es el espíritu de esta historia y la autora intelectual de la simbología que plaga este fic.

Resumen: Tras la derrota de Voldemort, ha surgido en el mundo mágico un movimiento terrorista, autodenominado Hijos de Valborg, cuyo objetivo principal es obtener la amnistía de los mortífagos que están presos en Azkaban. Harry, en su condición de auror, investiga los atentados ejecutados contra miembros de la desaparecida Orden del Fénix y del Ministerio para identificar a los autores intelectuales de los ataques. Sin embargo, no todo es lo que parece y para llegar a la cúpula del grupo terrorista, necesitará la ayuda de Snape.

Disclaimer: Ningún elemento o personaje reconocible me pertenece. Snape, Harry y el mundo mágico son propiedad de JK. Solo las idas de olla son mías. Por supuesto, no saco beneficio alguno con esto.



Parte I. El miedo

Dope, guns, fucking in the streets (Revolution)

Everything will blow tonight

Dope, guns, fucking in the streets (Revolution)

Either friend or foe, tonight

(Spite and Malice, Placebo)



El aire frío le azotaba la cara mientras avanzaba con cuidado por el callejón Knockturn. Apenas había gente por la calle y los últimos rayos de luz desfallecían entre las sombras de los portales. Ese año, la crudeza del invierno había llegado pronto para cubrir las aceras con nieve. Con ese manto blanco e impoluto que tenía la capacidad de transformar los paisajes más deprimentes en algo casi mágico. A Harry siempre le había fascinado esa imagen de edificios cristalizados, de tiempo paralizado. Le traía recuerdos de la Madriguera, de la Navidad... Desde hacía dos años, sin embargo, nada conseguía enmascarar la sensación de peligro inminente que anegaba cada rincón del mundo mágico. Ya no quedaba nada del bullicio y de la alegría que Harry había conocido. Ahora, las calles eran el lugar donde moraban las miradas desconfiadas, los pasos apresurados y los comentarios en voz baja.

No habían sido años fáciles. La emoción y el alivio que la comunidad mágica había experimentado tras la muerte de Voldemort se había esfumado diez meses más tarde con el estallido de la primera bomba. Humo y fuego, pánico y gritos, sangre por todas partes. El objetivo: Aberforth. La única pista: una calavera en llamas resplandeciendo sobre los restos calcinados de Cabeza de Puerco. Harry tenía aquel día grabado en la carne. Acababa de ser admitido en la Academia de aurores y mientras lo celebraba con sus compañeros, sonó la alarma. Harry todavía tenía el regusto del champán en los labios cuando llegó a Hogsmeade para encontrarse con una realidad que habría preferido olvidar. Se acordaba de los titulares y de las columnas de opinión que habían invadido los periódicos en aquellos primeros momentos. Los rostros de los muertos y la histeria colectiva que se había extendido como una marea espesa, resucitando los miedos del pasado más reciente y asfixiando cada uno de los días. Porque lo peor no había sido el recuento de cadáveres, ni los días de cuarenta y ocho horas sin dormir; lo peor había sido la incertidumbre. Entonces, nadie sabía con certeza quién estaba detrás del ataque ni si se volvería a repetir. No tardaron en constatar que no se trataba de un hecho puntual. Dos años después de la muerte del hermano de Dumbledore, el balance no era muy alentador para su bando: trece atentados consumados y solo cuatro frustrados; decenas de heridos con secuelas que durarían toda una vida y cuarenta muertos. Cuarenta tumbas. Cuarenta nombres y apellidos esculpidos en monumentos funerarios. Voces silenciadas: Shacklebolt, Olympe Maxim… Símbolos de la resistencia contra Voldemort y miembros del Ministerio. De todos ellos, veintitrés eran víctimas anónimas y otros tres menores de edad, cuyo mayor pecado había sido estar en el lugar incorrecto. Los daños colaterales de un enfrentamiento que no tenía visos de terminar.

Apretó con fuerza la carpeta que protegía bajo su abrigo y se detuvo en la entrada de una bocacalle estrecha que quedaba a su derecha. Había llegado. Sobre los ladrillos de un edificio, vio los trazos desdibujados del emblema que lo había cambiado todo: una calavera en llamas y las siglas de los Hijos de Valborg. Le recorrió un escalofrío. Echó un vistazo a su alrededor para comprobar que no había nadie y se internó en la callejuela mientras conjuraba un lumos. Caminó, esquivando los charcos negruzcos que la nieve había formado en el suelo, hasta que alcanzó el número diez. Una puerta marrón, desvencijada, alumbrada por una luz pálida y moribunda le esperaba. De pronto, toda la tenacidad que lo había empujado hasta ese lugar le abandonó. ¿Qué estaba haciendo allí? El pulso se le aceleró hasta límites dolorosos. Maldita sea, ya no podía echar marcha atrás. Tocó en la puerta y contuvo la respiración. Dos segundos, veinte segundos, un minuto. No había ruidos al otro lado. Quizás… El suspiro de alivio murió en cuanto escuchó el chirrido de las bisagras. El rostro de Severus Snape apareció bajo una cortina de cabello negro, su semblante tan infranqueable como siempre. No había cambiado mucho en los últimos tres años. Snape le miró y luego se asomó a la calle para verificar que no llevaba compañía. Tenía la mano izquierda apoyada sobre el perfil de la puerta como si se estuviera debatiendo entre mantenerla abierta o cerrarla de un portazo. Después, clavó sus ojos en él.

—Señor Potter. —Tono aburrido—. Qué visita más inesperada.

No parecía sorprendido en absoluto.

—Señor Snape —atinó a contestar—. Siento molestarle en su casa, pero me preguntaba si…

—La respuesta es no —le cortó.

Harry frunció el ceño. Al parecer, estar al borde de la muerte no había cambiado ni un ápice su carácter.

—Todavía no le he dicho por qué estoy aquí.

Snape sonrió de forma maliciosa mientras cruzaba los brazos.

—La respuesta sigue siendo no.

—Escuche —dijo Harry, bajando la voz y lanzando miradas de soslayo hacia el vecindario—. He de hablar con usted y no creo que la calle sea el sitio adecuado. —Snape no se inmutó, así que utilizó su último recurso—: Por favor, solo serán unos minutos. Tengo información que puede interesarle.

El hombre le observó con escepticismo durante un minuto interminable y, al final, con un gruñido, se apartó para dejarle pasar al interior de la casa. Harry soltó el aire que había estado reteniendo y entró al recibidor mientras Snape cerraba la puerta tras él. Sus manos agradecieron el calor. El recibidor daba a una sala de estar pequeña en la que apenas había muebles: un par de sillones de piel junto al fuego, una mesa de centro y dos estanterías enormes custodiando la chimenea. Estaban vacías. Toda la casa tenía aire de abandono, como si no se utilizara demasiado. Sacó su carpeta y la dejó en el mueble auxiliar de la entrada mientras se desabotonaba el abrigo.

—Potter —Harry se giró. El hombre seguía junto a la puerta—, creía que la conversación iba a ser sucinta. No veo que haya necesidad de ponerse cómodo.

La hospitalidad personificada. Harry resopló y con aire desafiante terminó de quitarse el abrigo para colgarlo en el perchero del recibidor.

—Seré breve.

Snape no contestó. Se quedó allí, quieto, su figura imponente irradiando energía homicida. Lo cierto era que el cabrón sabía hacerlo. Tenía una técnica muy depurada.

—Tiene diez minutos —ladró por fin mientras pasaba como una exhalación junto a Harry y se sentaba en uno de los sillones.

Harry no perdió la ocasión. Cogió el dosier y tomó asiento justo enfrente del hombre. Snape le miraba intensamente, las manos tensas y extendidas sobre los brazos del sillón. Harry se puso a buscar entre su documentación para evitar el contacto visual. Se tuvo que recordar que ya no era un estudiante, sino un auror. Se colocó mejor las gafas. ¿Por dónde empezaba? Ni siquiera estaba autorizado para divulgar la información que tenía entre las manos.

—Quizás usted disponga de mucho tiempo libre, señor Potter, pero el mío es limitado —dijo con impaciencia—. Le quedan ocho minutos, así que le aconsejo que aproveche su tiempo y empiece a hablar de una vez. ¿Qué quiere el Ministerio de mí?

Harry dejó caer las manos sobre los papeles y levantó la vista muy despacio. Muy bien. Que fuese lo que tuviera que ser.

—No me envía el Ministerio. —Snape alzó una ceja. La primera muestra de interés—. Digamos que esta visita es extraoficial.

—¿Y cómo ha conseguido mi dirección?

Harry se mordió el labio inferior. Las viviendas de los que habían participado en la guerra contra Voldemort estaban protegidas por un encantamiento Fidelio. El secreto estaba custodiado por tres magos del Ministerio y, para garantizar la seguridad, cada uno de ellos disponía solo de una parte de la dirección: ciudad, calle y número. Hermione trabajaba para uno de los custodios. No tenía ni idea de cómo se las había ingeniado para obtener el resto de los datos y tampoco había querido preguntarle.

—Bueno, tengo algunos amigos en el Departamento de Seguridad.

Snape entrecerró los ojos.

—Ah, claro, olvidaba su estatus de estrella —contestó, arrastrando las palabras con desprecio—. Nada se interpone entre el Gran Harry Potter y sus deseos.

Harry sintió que la antigua animadversión que sentía por el hombre volvía a él con fuerzas renovadas. Un hormigueo en la piel. Snape parecía complacido. Apretó los puños mientras intentaba controlar su respiración y hacía un esfuerzo sobrehumano para no replicar. Estaba seguro de que el hombre podía ser útil para la causa.

—Lo que le voy a contar es información confidencial. —Snape puso los ojos en blanco, pero Harry lo ignoró. Sacó unas fotografías de su dosier y se las tendió al hombre por encima de la mesa. Snape las cogió con cautela—. Son del atentado de hace dos semanas donde murieron dos aurores envenenados en el Ministerio. Imagino que lo recuerda. —El hombre asintió con un movimiento brusco y Harry se echó hacia delante para señalar una de las imágenes. Una sensación de angustia le subió hasta la garganta. Aquellos cadáveres habían sido sus compañeros—. ¿Ve el símbolo de la segunda fotografía? Las quemaduras que tienen Alexandre y Roger en el cuello… Fueron hechas post mortem y mediante magia. No sabemos qué significan, es la primera vez que vemos esas dos rayas triangulares y paralelas. Los Hijos de Valborg han reivindicado el atentado en un comunicado, pero nunca antes habían dejado esa marca en un escenario.

Snape examinó la imagen en silencio, en un estado de absoluta concentración. Inmediatamente después, lanzó los papeles sobre la mesa con indiferencia.

—Y esto me incumbe porque… —Dejó la frase en el aire, para que Harry la recogiera.

—¿Conoce ese símbolo?

—No lo había visto nunca. —Como una bola de demolición—. Y ahora, si me disculpa, tengo cosas que hacer —dijo, señalando hacia la puerta.

Estaba seguro de que no le decía toda la verdad.

—Necesitamos su ayuda.

—Querrá decir que USTED necesita mi ayuda. Si es cierto lo que ha dicho, el Ministerio no tiene conocimiento de esta pequeña reunión. —Snape le dedicó una sonrisa cruel—. Quizás deba informar a su superior sobre este asunto. No creo que esté usted autorizado para divulgar los detalles de la investigación. Se llama Frederick Slora, ¿no?

El muy hijo de…

—¡Están estancados! —soltó Harry, conteniendo el impulso de levantarse del asiento y empezar a dar vueltas por la habitación—. Los Hijos de Valborg llevan dos años matando a nuestra gente y todavía no conocemos la identidad de los disidentes, cuántos son, dónde se reúnen, cómo actúan, de qué manera se comunican… ¡No sabemos nada! Los atentados que hemos impedido han sido fruto de la mera casualidad.

Snape no parecía impresionado. Entrelazó sus manos y las apoyó contra su barbilla. Tenía el aspecto de un ave rapaz a punto de atacar.

—Potter —lo dijo despacio, como si saborease las letras—, la incompetencia del Ministerio es un secreto a voces, pero sigo sin ver por qué el retraso mental de sus funcionarios es mi problema.

Harry no respondió a la provocación. Tenía que centrarse en lo fundamental.

—Necesitamos a alguien que conozca el funcionamiento de los mortífagos desde dentro. Que conozca sus sistemas, su estructura, su forma de pensar.

En la frente de Snape se formaron unas arrugas profundas. Bajó los brazos hasta apoyarlos en su regazo.

—No.

A Harry le costó diez segundos procesar el monosílabo. Estaban asesinando a magos. A sus amigos. A gente honesta y buena… La indignación se extendió por su cuerpo como un incendio. ¡Snape tenía que aceptar! ¡Era lo justo!

—¿Por qué no? —Voz contenida.

—Tengo mis motivos.

Harry le miró a los ojos con la esperanza de encontrar allí alguna respuesta. Pero estaban vacíos, inexpresivos.

—¡La gente está muriendo! —Golpeó con la mano el brazo del sillón.

—Ahórreme su numerito de héroe Gryffindor y haga el favor de comportarse. Está en mi casa —dijo con disgusto. Y tras una pausa tensa, añadió—: Esta conversación la tuve con Shacklebolt en su día y ya le informé de que no estoy interesado en jugar a los espías de nuevo.

—¡Shacklebolt! —exclamó. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿El anterior Ministro había ido a ver a Snape? ¿Antes de ser asesinado?

Su cara debía de ser la ejemplificación del estupor, porque Snape torció la boca en una mueca siniestra.

—Sí, señor Potter. Shacklebolt vino a verme hace un año para pedirme exactamente lo mismo. —Un destello burlón relampagueó en las pupilas del hombre—. Y con una oferta más generosa que la suya, por cierto.

Harry no sabía qué decir. Le había pillado desprevenido. Desconocía los movimientos que había realizado el anterior Ministro, y estaba seguro de que Snape era consciente de ello. Se lo había soltado con la intención de dejarle en evidencia. Durante un efímero y rencoroso instante, Harry lamentó la defensa tan enérgica que había hecho de Snape ante el Wizengamot tras la muerte de Voldemort.

—De todas maneras —dijo Snape—, mi intervención resultaría de poca utilidad. No formo parte de la organización y si las noticias que me han llegado son ciertas, el Ministerio ya tiene en su poder a un miembro de los Hijos de Valborg.

El chico se puso en tensión.

—¿Quién le ha filtrado esa información?

—Yo también tengo mis amigos. —Se regodeó—. ¿Quién es?

Una parte de Harry se negaba a compartir información con el hombre. No quería darle la satisfacción. Pero quizás, si le daba algún aliciente... ¡Qué hombre más insoportable! Se desplomó sobre el respaldo del sillón, derrotado.

—El hermano pequeño de Blaise Zabini: Charles. Sus padres están Azkaban y Blaise en el extranjero. —Harry percibió que Snape sabía de quién estaba hablando—. Lo descubrieron hace cuatro días en Hogsmade mientras repartía panfletos entre los alumnos de Slytherin. —Hizo un ademan con la mano quitándole importancia al asunto—. Ese chico no tiene información y, aunque la tuviera, no podría compartirla. Los Hijos de Valborg utilizan algún tipo de hechizo para bloquear las memorias de sus miembros y para protegerlas contra ataques mágicos. El verisaterum y la legeremancia son inútiles.

—¿Y la tortura?

Harry sonrió con petulancia.

—¿Usted también se cree las consignas de esa gentuza? El Ministerio no utiliza esos métodos para interrogar ni somete a sus prisioneros a condiciones inhumanas. Es todo publicidad. —La convicción de sus palabras quedó sepultada bajo el silencio incómodo que se construyó entre ellos. Snape le examinó de arriba abajo y una sensación extraña le recorrió la columna vertebral. Harry sintió la urgencia de cambiar de tema—. Los Hijos de Valborg están formados por mortífagos exiliados o personas relacionadas con los presos. Usted los conoce mejor que nadie. Dispone de información que nos sería de mucha utilidad…

—Ya le he dicho que no, Potter —le cortó—. Está perdiendo el tiempo. No pienso ser la marioneta de nadie y menos la suya. Esta no es mi guerra, yo ya libré la mía.

El chico se levantó del sillón de forma tan repentina que estuvo a punto de volcar la mesa de centro. Snape le lanzó una mirada iracunda y, por primera vez desde que habían empezado a hablar, el hombre perdió esa pose deliberada de apatía. Harry intentó buscar alguna explicación. Se dio cuenta de que no sabía nada de la nueva vida de Snape salvo que se dedicaba a la investigación de nuevas pociones: tal vez simpatizaba con la causa del grupo terrorista, o quizás protegía a alguien. Muy bien, si no conseguía su participación por las buenas, tendría que ser de otra manera.

—Si piensa que sus antiguos amigos le pueden proteger…

—No diga estupideces, Potter.

El desdén de Snape fue como un cruciatus. Notó su impacto justo en el pecho. Era como ácido corrosivo, un agujero de rabia y angustia que le carcomía por dentro. Las siguientes palabras las escupió con veneno, casi con deleite:

—Más le vale, porque está en la lista. —Sacó la varita de su bolsillo y convocó un pergamino que tenía escondido en la túnica. Se lo tiró a Snape como si fuera una limosna. En él aparecían las personas que habían sido señaladas por la organización terrorista—. Usted es uno de los objetivos de los Hijos de Valborg. Si no lo hace por los demás, hágalo por salvar su vida.

Ahí estaba, su última baza. Esperó con impaciencia la reacción del hombre. La sorpresa, el miedo, lo que fuera. Necesitaba verlo derrumbarse. Pero Snape se mantuvo imperturbable.

—Ya lo sabía.

—Pero ¿cómo…?

Snape se puso de pie y Harry dio un pequeño paso atrás por inercia hasta chocar con el sillón.

—Por favor, Potter, deje de ponerse en ridículo con preguntas absurdas. ¡Por supuesto que estoy en esa maldita lista! Confabulé con Dumbledore, le ayudé en su misión suicida y colaboré con la Orden. ¿Quiere que siga con el catálogo? —Elevó el tono—. ¡Soy un traidor a la sangre! No hace falta ser muy perspicaz para saber que no van a invitarme a su próxima reunión familiar.

—Entonces, ¡ayúdeme! El Ministerio podría garantizar su seguridad de alguna manera.

—La muerte no es algo que me preocupe. —Seco, tajante—. Y como ya le he dicho, tengo mis motivos para negarme.

El chico, todavía de pie, gruñó de pura frustración. Era desquiciante. Tenía ganas de gritarle, de decirle que dejara de repetir aquella frase como si fuera un mantra. Agarró la varita con más fuerza. Pensaba que después de todo lo que habían pasado, se iba a mostrar más colaborador o, al menos, más amable. En las memorias que Snape le había entregado, Harry había visto a una persona diferente: un hombre íntegro, valiente, compasivo. Harry se había dejado la piel en la tarea de limpiar el nombre de Severus Snape al terminar la guerra. Pensó en todas las veces que lo había defendido frente a compañeros del Ministerio, frente al Winzengamot, ¡frente a sus propios amigos!

—¡Me lo debe! —exclamó, las palabras saliéndole a borbotones.

Y el movimiento que siguió fue tan rápido que apenas pudo terminar la frase. Antes de darse cuenta de lo que sucedía, Snape había sacado la varita y estaba sobre él, sujetándole por la pechera de la túnica. Estaba tan cerca que podía sentir el aliento del hombre sobre su cara, sobre sus gafas. Olía a té, a hierbas aromáticas. El corazón de Harry empezó a latir a toda velocidad.

—Yo no le debo nada ni a usted ni a nadie —susurró de forma feroz. Harry tragó saliva—. He pagado con creces todas las deudas que adquirí en esta vida. ¿Le queda claro?

Harry se apartó con brusquedad, desorientado, poniendo toda la distancia posible con el hombre. Le faltaba el aire. El pecho le subía y bajaba como si acabara de terminar un entrenamiento de la Academia de aurores. Snape seguía allí, hirviendo de rabia. Esto no era lo que había planeado. Tenía que largarse. Harry se acercó a la mesa en silencio y recogió toda su documentación. Cuando estaba en el recibidor, a punto de coger el abrigo, oyó que Snape le llamaba. Harry se giró. El hombre había recuperado la compostura y había guardado la varita.

—Tenga cuidado. No sabe dónde se está metiendo.

Que te jodan, pensó Harry. Y sin decir nada, se puso la chaqueta y abrió la puerta de entrada para huir de aquella casa. Antes de cruzar el umbral, sin embargo, una sensación heladora, como si le hubiera caído un cubo de agua fría por encima, le recorrió todo el cuerpo. Le resultó extrañamente familiar aunque lo achacó al contraste de temperatura entre el exterior y el interior de la vivienda. En cuanto puso un pie en la calle, echó a andar sin molestarse en comprobar si Snape cerraba la puerta.

Las luces amarillentas de las farolas y las aceras solitarias le acompañaron de vuelta a casa. Hacía frío y a mitad de camino empezó a nevar. Llegó a su apartamento empapado, helado y maldiciendo el momento en que se le había ocurrido visitar a Snape. Cuando consiguió conciliar el sueño eran más de las tres de la madrugada.

* * *
Maldita sea, llegaba tarde. Eran las nueve y diez de la mañana. Se asomó por un lado de la fila para ver cuántas personas tenía por delante todavía. Resopló con impaciencia. ¡Diez! Slora lo iba a matar en cuanto cruzase la puerta de la Oficina. Se frotó los párpados por debajo de las gafas con desesperación y luego se puso los dedos en las sienes. Merlín, era como si el cerebro le fuera a explotar. Se había levantado con un dolor de cabeza horrible y el barullo de decenas de magos quejándose a su alrededor no estaba ayudando. No había pegado ojo en toda la noche por culpa del cabrón de Snape. De pronto, oyó que alguien lo llamaba a su espalda, una voz conocida. Harry se giró pero no vio a nadie entre la multitud. Solo el gesto cabreado de la bruja que tenía justo detrás y que le miraba como si él fuera el culpable de aquella desgracia de filas interminables.

—¡Eh! ¡Aquí!

Entornó los ojos y por fin vio una mano que se alzaba al final de la cola. Un segundo después, apareció el rostro de Brad Cooper, su compañero. Llevaban trabajando juntos cerca de año y medio y habían congeniado bien desde el primer saludo: Cooper era un auror de su misma edad y californiano. Se había mudado a Inglaterra justo después de la guerra y, aunque Harry le había preguntado en muchas ocasiones por los motivos de su traslado, él siempre le contestaba que era por el maravilloso clima británico. Harry negó con la cabeza, divertido, cuando vio a Cooper abriéndose paso entre la gente a codazos y dejando tras de sí un reguero de protestas. Brad los ignoró a todos y se plantó frente a él con una sonrisa enorme.

—Joder, tío —dijo, mientras se recolocaba la túnica—, ¿qué pasa hoy? ¿A qué viene todo este jaleo?

—Han aumentado las medidas de seguridad. Las órdenes del Ministro son que se registre a todos los magos que lleguen al Ministerio por la red flu o por cualquiera de sus entradas.

Brad abrió mucho la boca.

—¿A todos? —Miró las hileras que se habían formado en todas las chimeneas—. ¿Esto va a ser así todos los días?

Harry se encogió de hombros.

—Habrá que evitar las horas puntas. Ya sabes que ahora ya no podemos aparecernos en el Ministerio.

—Ah, no, de ninguna manera. No pienso hacerme viejo esperando aquí. —dijo.

Agarró a Harry del brazo, lo sacó de la fila y lo arrastró hasta una mole de un metro ochenta y cinco de altura que estaba revisando el bolso de una señora. Barba espesa y aspecto de tener muy poco sentido del humor. El de seguridad, tras un breve examen ocular, les invitó “amablemente” a esperar su turno. Harry tiró de la manga de Brad en un intento desesperado de que su compañero desistiera de la idea, pero éste se negaba a dar la batalla por perdida.

—Oiga —El de seguridad empezaba a perder la paciencia—. Somos aurores. —Señaló la insignia que tenía prendida del uniforme y luego a Harry—. Y este es el señor Potter. Supongo que lo conoce. Tenemos una reunión urgente con el jefe del departamento.

Harry quería que se lo tragara la tierra. El dolor de cabeza iba en aumento.

—Oh, sí, disculpe, señor Potter, no lo había reconocido—dijo, de forma servil. Hizo una pequeña inclinación y les abrió la barrera mágica—. Pueden acceder.

Harry bajó la cabeza y pasó a toda velocidad. Para huir de la vergüenza, pero sobre todo para escapar de las miradas asesinas y venenosas de los demás magos que seguían esperando.

—¿Ves que fácil ha sido? —canturreó Cooper mientras bajaban en el ascensor—. Me debes una cerveza.

Harry lo fulminó con la mirada, pero Brad ni se inmutó. Mantuvo su sonrisa hasta que atravesaron la puerta de la Oficina de aurores. Era incorregible.

Tal y como había predicho, Slora los llamó a su despacho nada más llegar. Harry y Brad cruzaron la estancia como si los estuvieran conduciendo al matadero, coreados por las risitas y murmullos del resto de sus compañeros. La mañana mejoraba por momentos. El despacho era un cubículo acristalado de escasas dimensiones y tan parco como su propietario.

—Siéntense —les dijo, señalando las dos sillas que había delante de su mesa.

Obedecieron de inmediato. Su jefe era un hombre calvo, delgado y de aspecto severo. Entre los compañeros incluso se hacían apuestas mensuales para ver si alguien era capaz de arrancarle una sonrisa. Y aunque la fama de estricto que tenía era más que merecida, Harry siempre le había tenido un gran respeto. Porque si bien no era una persona afable, era justo e imparcial con sus subordinados y hacía muy bien su trabajo.

—Señor, si es por el retraso… —empezó Brad y Harry le pegó una patada en la espinilla para que se callara. Su compañero le devolvió el golpe con rencor.

Slora suspiró con impaciencia.

—Sí, de ese tema hablaremos más tarde. Pero no os he llamado por eso. —Colocó una mano sobre otra encima de la mesa—. Como saben, después de las muertes de Alexandre y Roger, la Unidad de Acción Mágica Antiterrorista anda escasa de personal y me consta que usted, Potter, ha solicitado el ingreso y que se ha presentado voluntario para ayudar a procesar parte de las pruebas recabadas por la unidad en varias ocasiones —dijo, mirándole fijamente.

Harry se echó hacia delante, aferrado a la silla, expectante.

—Sí, señor.

—Hay dos vacantes. Como saben, no están obligados a aceptar el puesto, es algo voluntario y no les voy a mentir, el trabajo es peligroso y no conoce el descanso o las vacaciones…

—Acepto —se apresuró a contestar Harry con toda la solemnidad posible.

Era lo que había estado esperando. Slora se dirigió a Brad.

—¿ Y usted?

A diferencia de Harry, Cooper estaba repantigando en la silla como si acabara de aterrizar de unas vacaciones. Si su compañero estaba interesado en el puesto, no lo parecía. Miró a Harry y después se encogió de hombros.

—Vale —dijo. Así, sin más, como si en vez de estar tomando una decisión trascendental, estuviera eligiendo el menú de la cafetería.

Su jefe asintió brevemente.

—Muy bien, preséntense ante Savage a las tres de la tarde, él les explicará el funcionamiento de la unidad y el trabajo que van a desempeñar a partir de ahora. —Sacó del cajón uno pergaminos—. Me encargaré de informar a Savage de su incorporación y de despachar su solicitud de traslado con carácter inmediato.

La emoción que palpitaba en el cuerpo de Harry era tan intensa que casi no podía hablar. Estaba impaciente por empezar. Se levantaron en cuanto su jefe les hizo una señal para que se retirasen.

—Señor —dijo Harry antes de irse. Slora alzó la vista—, gracias por la oportunidad.

Su jefe, con un rictus muy serio, contestó:

—No me las dé todavía. Comprobará que no les he hecho ningún favor ofreciéndoles el puesto. Además, le aseguro, Potter, que no se lo habría propuesto si no creyese que están ustedes preparados.

Harry, con el orgullo henchido por aquel halago encubierto, se dirigió con Brad hacia la puerta. Esto tenían que celebrarlo, se dijo.

—Por cierto, señores —Se detuvieron de golpe, con la mano en el picaporte. Había algo raro en su voz—, no he olvidado que han llegado media hora tarde. Hay veinte informes que transcribir y siete denuncias que tramitar sobre robos en viviendas particulares. Les aconsejo que se pongan a ello cuanto antes si quieren estar disponibles a las tres.

Sonaba… sonaba como si a Slora le resultara divertido. Harry, impactado, se dio la vuelta para mirar a su jefe. El mundo mágico tenía que estar al borde del exterminio, porque sí, allí estaba la sonrisa imposible. Socarrona, pero sonrisa al fin y al cabo.

Pasó el resto de la mañana sepultado bajo una torre interminable de papeles y contestando memorándums del servicio de administración del Wizengamot. Era desmoralizante, una labor que nunca acababa. Solo habían pasado dos semanas desde que el Ministerio había aprobado la ley para la ilegalización de las Asociaciones Pro-amnistía de los presos y las causas del Tribunal ya se habían multiplicado por tres. Tal volumen de trabajo se había traducido en más papeleo para la Oficina de aurores, que estaba obligada a remitir al Wizengamot un informe detallado de los antecedentes penales de cada uno de los acusados. Le echo un vistazo al reloj. Era la una y todavía tenía pendientes tres denuncias. Apoyó la cabeza contra el escritorio, asqueado, y entonces una peladura de naranja cayó frente a su nariz. Se incorporó con rapidez.

—Disfrutando de la vida, ¿eh? —dijo Brad mientras se sentaba encima de su mesa a comerse la naranja.

—¡Eh! ¡Ten cuidado! —Harry rescató de debajo del culo de Cooper el último informe que había redactado. Inútil, ya lo había arrugado—.Todavía tengo trabajo que terminar.

Brad elevó los brazos hacia el cielo con un aspaviento.

—¡Oh, venga ya, Potter! En dos horas estaremos en la Unidad de Acción. ¿A quién le importan ya los informes? —Brad le quitó las hojas de las manos y las lanzó contra una pila de expedientes que había en un rincón de la mesa—. ¡Vayámonos a celebrarlo! Hay que dejarle trabajo al nuevo becario.

Harry no pudo evitar reírse. Cooper tenía el don de dar color a los días más grises con esa actitud despreocupada e informal que tenía mucho de fachada. Harry sabía que bajo esa apariencia inofensiva, se escondía un mago poderoso. Brad era experto en contramaldiciones oscuras y bastante despiadado como enemigo. Había tenido la oportunidad de comprobarlo en los entrenamientos semanales.

—No parecías tan emocionado con la idea esta mañana.

Brad se metió un gajo de naranja en la boca.

—Ya, bueno —dijo, masticando—, cuatro horas de burocracia aburrida son el mejor antídoto para la indiferencia. Vamos, tú invitas. ¿Una cerveza de mantequilla en el Caldero Chorreante?

Al salir, Harry vio que en el pasillo del segundo piso se habían congregado algunos aurores, magos golpeadores y personal de la oficina de Uso Indebido de la Magia. Estaban distribuidos en corrillos y hablaban en murmullos agitados. Harry le lanzó a Brad una mirada interrogativa y, de repente, unos metros más allá, divisó una figura menuda con el cabello castaño y ondulado.

—¡Hermione! —exclamó Harry mientras corría para alcanzarla.

Ella le miró con alivio. Tenía aspecto de estar agotada: ojeras muy marcadas y el pelo despeinado, como si llevara varios días sin dormir. Sostenía entre los brazos tres archivadores enormes.

—¡Oh, Harry, qué alegría! Llevo toda la mañana intentando escaparme para ir a verte, pero ha sido imposible. —Se acomodó los archivadores como pudo.

—¿Quieres que te ayude?

—No, gracias —dijo mientras sacaba la varita de su túnica y lanzaba un hechizo reductor sobre aquellos enormes ficheros. Cuando alcanzaron el tamaño de una canica, se los metió al bolsillo—. Mucho mejor. Oye, cuéntame —susurró—, ¿cómo fue ayer con…? Ya sabes.

Harry negó con la cabeza y el semblante de Hermione se transformó en una de decepción.

—Ya te contaré cuando estemos más tranquilos. —Ahora mismo no se sentía con fuerzas para dar una explicación. Sobre todo porque ni siquiera él tenía muy claro cómo había terminado discutiendo con Snape. Se suponía que iba a ser una reunión cordial. Así que se apresuró a cambiar de tema—. ¿Qué tal está Ron? ¿Has hablado con él? ¿Cuándo vuelve de Polonia? Parece que les está yendo bien en el Campeonato Europeo.

La expresión de su amiga cambió.

—Sí, ayer hablé con él a través de la red flu de larga distancia. El equipo regresará para Navidad. —Esbozó una sonrisa triste que, después, intentó disfrazar con una broma—. De todas formas, no sé si quiero que vuelva, porque me pegaré una semana persiguiéndole para que recoja todos sus artilugios de Quidditch.

Harry la cogió de la mano. Sabía que estaba preocupada. La entrada internacional a Inglaterra estaba en máxima alerta por posible atentado.

—Todo irá bien, ¿vale? Si necesitas cualquier cosa, dímelo… —Hermione apretó los labios. Luego dirigió la vista hacia algún sitio por detrás de Harry y recuperó su actitud risueña.

—Hey, Brad. —Cooper se colocó junto a Harry.

—Me alegro de verte, Hermione. ¿Ya te ha contado? —Le dio una palmada a Harry en la espalda—. Estamos de celebración. —Se envaró y se puso el puño en el pecho, en plan patriota—. A partir de hoy, somos miembros de la Unidad de Acción Mágica Antiterrorista.

Su amiga, con la boca abierta, le golpeó el brazo con cariño.

—¡Harry! ¡No me habías dicho nada! —En sus ojos brillaba una mezcla de alarma y orgullo—. Supongo que debo darte la enhorabuena. Era lo que querías, ¿no?

No le dio tiempo a contestar, porque Brad enseguida empezó a insistir para que Hermione se uniera a ellos en el Caldero Chorreante.

—De verdad, chicos, me encantaría, pero no puedo. —Señaló al pasillo para justificarse—. Mirad todo el lío que hay aquí. Desde que los Hijos de Valborg consiguieron burlar la seguridad del Ministerio y envenenaron a los dos aurores, el Ministro no hace más que redactar leyes nuevas. En la oficina no damos abasto. Rosemary está que trina.

Rosemary Cullen era miembro del Wizengamot y la jefa directa de Hermione. Una mujer regordeta, con mucho carácter. Vestía siempre con túnicas de color azul celeste y era una de las que guardaba el secreto de la dirección de Snape.

—¿Pero qué ha pasado? —preguntó Harry.

—¿No os habéis enterado? —Bajó la voz hasta alcanzar el tono de confidencia—. El Ministro Williamson acaba de aprobar hoy una ley por la que declaraba embargados los bienes y las cuentas de Gringotts de todos los que tengan algún familiar preso en Azkaban o que hayan formado parte de las Asociaciones ilegalizadas en estas últimas semanas. Ha dicho que el dinero se utilizará para indemnizar a los familiares de las víctimas de los Hijos de Valborg. Se han convocado varias manifestaciones en distintos puntos del mundo mágico para hoy mismo.

Era la primera noticia que tenía, pero Harry se alegraba. Le parecía una buena decisión. Pensó en los muertos, en las familias destrozadas, en las madres desconsoladas abrazándose a los cadáveres de sus hijos. Recordó la risa bonachona de Alexandre y las anécdotas de Roger que ya no podría escuchar jamás.

—No veo el problema —dijo con dureza—. El dinero no les devolverá a sus seres queridos, pero al menos tendrán algún tipo de compensación.

—¡Harry! —Un poco escandalizada—. Han embargado el patrimonio a la familia entera, a personas que no han sido condenadas y a otras que están pendientes de juicio. —Hermione se mordió el labio—. No sé, se rumorea que Williamson está optando por la línea dura de Savage.

Cooper se mantuvo callado, observando el desarrollo de la batalla, hasta que se despidieron de Hermione. De camino al callejón Diagon, Harry ya no sacó el tema con Brad. No sabía cuál era su opinión, ni siquiera si tenía una sobre el asunto, pero no tenía ganas de discutir con otro de sus amigos. Se aparecieron justo enfrente de Ollivander´s y conforme se acercaban a Gringotts, vieron que el número de personas aumentaba hasta convertirse en una multitud enardecida. Al principio, Harry creyó que estaban intentando entrar en Gringotts para sacar su dinero, pero al pasar junto a ellos, se dio cuenta de que estaban parados a las puertas del banco. Gritaban consignas y portaban pancartas mágicas con fotos de presos moribundos. Harry se detuvo y se fijó en una mujer, de pelo cano y aspecto demacrado, que sostenía un cartel en el que se leía “Asesinos, torturadores, ladrones”. “Nos roban a nuestra familia y ahora nuestro dinero”. Llevaba una bufanda verde y estaba llorando. Lloraba con el rostro contraído por la rabia. Brad le acució para que siguiera avanzando, pero Harry no se movió. No podía. Había algo allí, en las fotos, en los gritos desesperados de esa gente, que le paralizaba. De repente, se oyó un “crash” y un grupo de magos golpeadores se apareció en el callejón. La muchedumbre empezó a gritar más fuerte, insultando a los magos, abucheándoles hasta que un destello azulado desató el caos absoluto. Brad lo agarró del brazo para obligarle a moverse y sus gafas estuvieron a punto de caerse. A su alrededor, la gente corría hacia todos los lados y la manifestación se dispersaba entre ráfagas de hechizos. Se precipitaron al interior del Caldero Chorreante casi sin aliento, con el pulso tronándole en los oídos. Los parroquianos les observaron con curiosidad durante un instante y luego volvieron a sus conversaciones como si no hubiera pasado nada. A pesar del frío, Harry estaba sudando.

—Mejor que sea un whisky de fuego.

Cooper asintió muy serio y se acercaron a pedir. Fue reconfortarte ver las mejillas sonrosadas de Hannah al otro lado de la barra.

—Mira a quién tenemos aquí. —Puso los brazos en jarras, muy animada—. ¿Qué os pongo?

Harry sonrió.

—Dos whisky de fuego, por favor. —Hannah empezó a preparar las bebidas—. ¿Cómo le va a Neville con los novatos de este año?

Ella soltó una risita.

—Muy bien, aunque creo que está deseando que lleguen las vacaciones de Navidad para descansar de Hogwarts. —Volcó el contenido de una botella en dos copas hasta casi rebasarlas—. ¿Queréis que os lo lleve a la mesa?

Harry hizo un gesto con la mano.

—No te preocupes, ya los llevamos nosotros.

Brad seguía en silencio, pensativo. Cogieron las copas, pero no había dado ni dos pasos cuando un hombrecillo encorvado, salido de la nada, se chocó contra Harry. Estuvo a punto de tirar toda la bebida por el suelo, pero sus reflejos fueron más rápidos. El hombre, un poco nervioso y con el rostro cubierto por una bufanda verde, musitó una disculpa y desapareció del bar con una rapidez insólita. Se sentaron en una mesa libre que había al fondo del local y Harry se bebió el whisky casi de un trago. Notó que le quemaba la lengua, la garganta, que le templaba hasta los huesos. Era justo lo que necesitaba para un día como ese. El ardor llegó hasta su estómago y, entonces, empezó a aumentar. Una sensación extraña, como de un cosquilleo, que iba creciendo. Un segundo después, tenía cristales que le atravesaban las entrañas. Se dobló sobre sí mismo con un espasmo y se agarró a la mesa para no caerse. Merlín, no podía respirar, no podía… El dolor. El mundo se volvió borroso y empezó a escuchar alaridos, sillas que se movían, la voz lejana de Brad, como si estuviera pasada a través de un filtro. Perdió el control de su cuerpo y sintió que alguien le cogía por el torso antes de desplomarse contra el suelo. Lo último que vio fue el rostro de Cooper sobre él y un único pensamiento.

Había sido él.

Él.

La bufanda verde...

Después, solo hubo oscuridad.

Lo primero que sintió fue la lengua seca, pegada al paladar, y la arcada que tenía agazapada en la garganta. Era como si se hubiera bebido hasta la última botella del peor antro de Londres. Tragó con fuerza para evitar el desastre y abrió los ojos. La luz le atravesó las corneas como un puñal. Parpadeó varias veces hasta que sus ojos dejaron de llorar. No veía nada, sólo los contornos borrosos de color blanco. Tanteó a su izquierda y encontró una mesilla con unas gafas. Se las puso. Estaba rodeado de cortinas blancas, asépticas. A los pies de la cama, Hermione se mordía las uñas mientras asentía y hablaba con una sombra que estaba fuera de su radio de visión. Intentó pedir agua, pero en su lugar salió un graznido.

Hermione se giró como si alguien hubiera accionado un resorte.

—¡Harry!—Se lanzó contra él y le abrazó, chafándolo contra la cama—. Merlín, Harry. Has despertado. No sabíamos, no sabíamos….

Se puso a sollozar desconsoladamente sobre su pecho. Harry le dio unas palmadas en la espalda.

—Tranquila, estoy bien. —Su voz sonó ronca, áspera. Carraspeó—. Aunque sediento.

Hermione se irguió y, limpiándose las lágrimas con las manos, le acercó un vaso tembloroso que se bebió con avidez. Fue como alcanzar el éxtasis. Dos vasos de agua después, ya había recuperado su capacidad de hablar con relativa normalidad.

—¿Dónde estoy? ¿Qué día es? —Se incorporó.

—En San Mungo. Estamos a día cinco de diciembre. —Había pasado un día entero en el hospital—. Te envenenaron y… —Se le rasgó la voz.

Hermione amenazaba con echarse a llorar de nuevo, así que se apresuró a preguntar:

—¿Pero quién?

—Los Hijos de Valborg. Marcaron el Caldero Chorreante con la calavera. —Ella le cogió de la mano—. Oh, Harry, menos mal que Snape apareció en San Mungo —Harry se quedó petrificado. ¿Snape? ¿Y qué tenía que ver Snape con todo esto? Hermione seguía parloteando y apenas podía procesar toda la información—, los medimagos no sabían qué te pasaba, pero Snape descubrió que te habían envenenado con Poinsettia…

—Poins… ¿qué? ¿Qué demonios es eso?

—Poinsettia, señor Potter. —Una voz profunda y lóbrega le llegó desde los pies de la cama. Giró la cabeza y vio a Snape con su sempiterna túnica negra. Toda la habitación pareció oscurecerse de golpe—. Euphorbia pulcherrima[1] o, como se la conoce comúnmente, Flor de Pascua.

¿Le habían envenenado con una maldita Flor de Pascua? ¿Desde cuándo esa planta era tóxica? ¿Por qué la gente regalaba esas cosas para Navidad? ¿Y qué narices hacía Snape allí? Severus le miró y después se dirigió a Hermione.

—Señorita Granger, ¿me permite un momento a solas con el señor Potter?

Hermione pareció dudosa, pero al final se levantó.

—Aprovecharé para darle las buenas noticias a los demás. Hannah y Brad no hacen más que preguntar por ti y Ron me ha llamado como quince veces. Quería coger un traslador para venir a verte.

Cuando se quedaron solos, la tensión pareció incrementarse varios grados. El hombre se acercó con pasos taimados hasta sentarse en una butaca junto a la cama. Harry contempló todo el proceso con desconfianza, con mil preguntas hacinándose en su cabeza.

—El whisky contenía una dosis muy alta de forbol. —Tono desapasionado, como si estuviera haciendo una autopsia—. Tardará unos días en poder hacer vida normal, pero afortunadamente para usted, y desgraciadamente para otros —lleno de mordacidad—, sobrevivirá para seguir suicidándose mientras los demás intentan salvarle vida.

Una oleada de indignación le invadió. Esto era absurdo.

—Oiga, yo no fui pidiendo que me envenenaran.

—¿Ah, no? —Algo brilló en los ojos del hombre—. ¿Acaso no conoce hechizos para la detección de venenos? ¿No aprendió nada durante la guerra? ¿No es usted un auror? —Recalcó la última palabra con desprecio—. Sigue siendo un niñato arrogante e irresponsable que espera que los demás le rescaten.

Harry se agarró con fuerza a las sábanas. Le vino a la mente el hombrecillo encorvado, el choque contra él en el Caldero Chorreante… Tal vez podría haberlo evitado, quizás debería de haber estado más alerta. Pero cualquier pensamiento racional quedó opacado por un resentimiento primitivo, visceral.

—Yo no le he pedido que venga a salvarme—escupió, con los dientes apretados—. Sería la última persona a la que se lo pediría.

Snape mantenía una expresión ilegible. Si se molestó, no lo dejó traslucir.

—Señor Potter —de forma pausada, casi educada—, sería recomendable que empezara a aceptar sus errores en vez de intentar justificarse. Está usted en el punto de mira de enemigos poderosos. —El hombre le tendió una hoja de pergamino y Harry la cogió de mala gana. La actitud de Snape le desconcertaba—. Memorícela.

Harry leyó la dirección que había escrita con letra pequeña y estrecha: calle Fausto, número 5 ½.[2]

—¿Qué es esto? —Snape le quitó la nota de las manos y la destruyó.

—Le espero allí el próximo día ocho. —Eso era dentro de tres días. Snape sonrió de forma malvada—. Podrá acceder con la contraseña “Poinsettia”. Nada de red flu. Utilice esto y no lo comente con nadie.

Snape le lanzó un pequeño reloj de pulsera. Harry lo observó con antipatía durante una fracción de segundo.

—¿Por qué debería ir?

El hombre respondió con frialdad.

—Me es indiferente que venga o no, señor Potter. Fue usted quien solicitó mi ayuda. No tengo ningún inconveniente en olvidar el asunto y dedicarme a mi placentera existencia. Depende de usted.

Harry lo observó con la boca abierta. ¿Snape estaba aceptando su propuesta? La estupefacción dio paso a la sospecha.

—¿Por qué...?

—Tengo mis motivos. —Críptico, tajante.

Harry frunció el ceño. Empezaba a estar harto de los “motivos” de Snape y de la facilidad con la que mudaba de opinión sin razón aparente. ¿Qué había cambiado esta vez? ¿Por qué ahora quería ayudarle? Lo que tenía claro, vistos los antecedentes, es que no iba a obtener una respuesta; tendría que averiguarlo por su cuenta. Justo entonces Snape se levantó, pero Harry todavía tenía una última pregunta. Una que le llevaba torturando desde que Hermione le había hablado de la intervención de Snape.

—¿Cómo supo que me habían traído a San Mungo?

Severus le observó detenidamente.

—Soy un hombre de recursos.

Y hubo algo en aquella media sonrisa, en esa expresión satisfecha... De pronto, recordó la sensación fría que había notado al salir de la casa de Snape. Harry se examinó las manos, los brazos y clavó los ojos en el hombre, conmocionado.

—¡Me puso un hechizo localizador!

Snape se dio media vuelta.

—Tiene que darle tres vueltas a la rueda del reloj. Día ocho, a las siete de la tarde. No llegue tarde —advirtió y se largó con un efectista ondeo de su capa.

Toda la presión desapareció de manera fulminante. Harry se dejó caer en la cama con un resoplido extenuado. Hablar con Snape era como librar una maldita batalla. Inspeccionó el reloj que le había dado el hombre: las agujas marcaban la hora de la cita. Suspiró y se lo puso en la muñeca. Por lo visto, tendría que acostumbrarse.



[1] La flor de Pascua es tóxica siendo sus principios activos los ésteres de forbol y los triterpenos. Sus efectos por ingestión son ardor, irritación, náuseas, vómitos, diarrea, sarpullidos, dolor de estómago, etcétera, Más información en el siguiente link: https://cienciaycampo.wordpress.com/2011/01/14/la-toxicidad-de-las-flores-de-pascua/

[2] Goethe erigió un monumento a la noche de Walpurgis en su obra Fausto.
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Hijos de Valborg. Capítulo 1
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